En esta “isla” entre los Andes y el océano, el aislamiento que forjó a los chilenos durante décadas deja paso a la globalización. Las redes sociales e internet recalibran a toda velocidad los valores, gustos y normas sociales de esta sociedad antaño ultraconservadora. Pero el cambio es incómodo. Chile no abandona su vertiente provincial; representada por la sacrosanta barbacoa casera y los domingos familiares que reúnen a todas las generaciones. Como encrucijada cultural, Chile da al viajero mucho que disfrutar, debatir y procesar.
En Chile se ha fomentado un alto grado de homogeneidad cultural y conservadurismo tras largos siglos de relativo aislamiento y la fuerte influencia de la Iglesia católica. Durante los años de represión y censura de la dictadura de Pinochet, esta reclusión se agravó. Quizá por eso muchos extranjeros comentan que los chilenos parecen más sobrios que el resto de los hispanoamericanos; hablan menos, andan más cabizbajos y son más trabajadores.
Hoy, el país vive su momento de mayor tolerancia y está en vías de afrontar un cambio social radical. La Iglesia católica se ha vuelto más progresista. La sociedad empieza a abrirse, se introducen leyes liberales y se desafían los valores conservadores. Y de ello da fe la juventud urbana.
En el pasado los chilenos eran conocidos por su conformismo y su pasividad política; hoy solo hay que leer los periódicos para ver cómo se cuece el malestar. El cambio social llega por mandato de las generaciones Y y Z, las primeras que crecieron sin censura, toque de queda o la represión de la dictadura; por ello son gente más curiosa que no se desanima ante consecuencias teóricas. Las autoridades la perciben como una amenaza, pero la juventud chilena ha defendido sus ideales de una forma impensable para sus predecesores. Este ímpetu también ha incitado a algunas provincias, como Magallanes y Aysén, a protestar contra la subida de los precios y el abandono por parte del Gobierno.
Y aun así, se trata de una sociedad que adora la armonía. Pero la impresión más duradera que el forastero se lleva de los chilenos es sin duda la de su hospitalidad, amabilidad, curiosidad y sinceros desvelos por que uno se sienta como en casa.
El viajero que llega a Chile tal vez se pregunte dónde fueron a parar los tópicos sobre Sudamérica. En apariencia, la forma de vida de los chilenos guarda muchas semejanzas con la europea. Se visten de forma conservadora y tienden a lo formal, salvo los adolescentes. Y aunque se sienten orgullosos de su patrimonio cultural, se invierte poco en cuidarlo.
El chileno medio vive dedicado a la familia, al hogar y el trabajo. A los niños no se les empuja a crecer deprisa y se pasa mucho tiempo en familia. La independencia no se valora tanto como la unidad familiar. Aunque el Gobierno de Bachelet legalizó el aborto en poquísimos casos, la nueva administración ha aprobado nuevas leyes que, según los defensores de los derechos humanos, socavarán en gran medida la autoridad del fallo.
La legalización del divorcio hace una década ayudó a acabar con el estigma de las parejas fracasadas y los casos pendientes se acumularon en los juzgados. Sin ser agresivamente homófobo, Chile desde siempre ha negado el apoyo público a los estilos de vida alternativos, pero con la aprobación de las uniones civiles de parejas homosexuales (y heterosexuales) en enero del 2015, el país da un gran paso al frente en este aspecto. En general, el famoso machismo hispanoamericano es muy sutil entre los chilenos, que respetan bastante a las mujeres. En Chile, los papeles tradicionales siguen muy arraigados y las amistades más cercanas se definen por las fronteras del género.
Los chilenos se rigen por una fuerte ética del trabajo; muchos trabajan seis días a la semana, lo cual no impide que tengan siempre ganas de un buen carrete (fiesta). El servicio militar es voluntario, aunque se conserva el derecho al reclutamiento obligatorio. Cada vez hay más mujeres en las Fuerzas Armadas y en el cuerpo de policía.
La brecha entre los ingresos más altos y los más bajos es enorme y la conciencia de clase es muy marcada. Los cuicos de Santiago viven con todo tipo de lujos, mientras que, en el extremo opuesto, el pueblo ocupa casas precarias sin agua corriente. Sin embrago, la pobreza se ha reducido a la mitad en las últimas décadas, y los planes de vivienda y los programas sociales han dado algún respiro a los chilenos más pobres. La escasa diversidad étnica y religiosa hace que el racismo no sea un gran problema, pero los mapuches siguen marginados.
Aunque la inmensa mayoría de la población procede de antepasados españoles mezclados con indígenas, Chile ha recibido también varias oleadas de inmigrantes, en particular británicos, irlandeses, franceses, italianos, croatas (sobre todo en Magallanes y Tierra del Fuego), alemanes y palestinos. Los alemanes empezaron a llegar en 1848 y han dejado una profunda huella en la Región de Los Lagos. Hoy la población inmigrante va al alza, con los peruanos y argentinos a la cabeza.
Al norte, en los Andes viven unos 69 200 aimaras y atacameños. Esta cifra se multiplica casi por 10 (620 000 aprox.) en el caso de los mapuches, que viven principalmente en la Araucanía. El nombre procede de las palabras mapu (“tierra”) y che (“gente”). Unos 3800 rapanuis, etnia de origen polinesio, habitan en la isla de Pascua.
Cerca del 75% de la población ocupa tan solo el 20% de la superficie total del país, sobre todo en el centro, que es la principal zona agrícola. Esta región incluye Gran Santiago (capital y periferia), donde vive más de un tercio de los casi 18 millones de habitantes del país. Más del 85% de los chilenos reside en ciudades. En la Patagonia, en Aysén, la relación persona-km2 es de 1:1, mientras que en la Región Metropolitana es casi de 400:1.