Habitado desde el Paleolítico, cuando los primeros moradores se establecieron en la cornisa cantábrica, lo que hoy es el País Vasco cuenta con un pasado rico y complejo. Merced a su accidentada orografía, consiguió a lo largo de la historia mantener tanto su identidad cultural como su autonomía política, estatus del cual todavía goza y que ha permitido a la región convertirse en una de las más interesantes de España.
El origen de los vascos está lleno de enigmas; hay pocos datos objetivos y muchos elementos legendarios, relatos antiguos que se entreveran con las sombras de la mitología. En muchos casos se habla de los vascos como una de las comunidades más antiguas de Europa. Incluso su lengua, el euskera, ostenta en los foros lingüísticos la categoría de habla atávica: todavía hoy se desconocen tanto el origen de dicha lengua, como el lugar del que salieron las tribus que terminaron afincadas en los valles y colinas que bañan las olas del Kantauri Itxasoa, el mar Cantábrico.
Lo que se sabe con certeza es que los primeros moradores del territorio que hoy día corresponde al País Vasco se asentaron aquí hace unos 100 000 años, en el Paleolítico Inferior, y que la presencia humana fue más o menos ininterrumpida hasta la última glaciación, hace unos 30 000 años, cuando los cazadores y recolectores que se movían por la cornisa cantábrica se vieron obligados a buscar cobijo dentro de las muchas cuevas de la zona, como la de Santimamiñe, donde dejaron sus huellas en forma de pinturas y grabados rupestres. Sería de aquellos hombres, sostienen algunos historiadores, de quienes se originarían tanto los vascos como el euskera, idioma preindoeuropeo.
Sea como fuera, a partir del fin de las glaciaciones, la presencia humana que se había vuelto más compleja con la introducción de rituales mágicos y funerarios (los crómlech, dólmenes y menhires fechados alrededor del V milenio a.C. que salpican el territorio lo demuestran), además de estable, se hace también sedentaria: en la Edad del Hierro surgen los primeros poblados, la ganadería ya no es transhumante y la agricultura ha suplantado a la recolección de frutos.
Cuando los romanos llegan a la península Ibérica, alrededor del s. III a.C., los vascos están fragmentados en diferentes tribus, a ambas vertientes de los Pirineos: allá los aquitanos; aquí los vascones, los várdulos, los autrigones y los caristios, que en su conjunto ocupan el actual País Vasco y parte de la comunidad autónoma de Aragón. A pesar de esto, el avance romano y la colonización del territorio que se había hecho imparable a lo largo de toda la península, al llegar a estos lares se estanca. Por un lado, por su peculiar orografía, con el sinfín de montes, valles, y terrenos abruptos, que dificulta sobremanera los desplazamientos y el mantenimiento de las zonas conquistadas; por otro lado, por la resistencia de los pobladores autóctonos, que establecen alianzas con cántabros, celtas y hasta con los cartagineses de Aníbal, que libraban su particular batalla contra los romanos, para enfrentarse a los invasores. Tras dos siglos de guerras, Roma solo puede dar por completada la colonización hasta las puertas de la actual Pamplona, en distintos enclaves de lo que hoy es la provincia de Álava y en la zona de Irun, donde se hallaba el puerto de Oiasso. La cornisa cantábrica queda (más o menos) intacta.
E intacta permanece también siglos después, cuando, a la caída del Imperio romano de Occidente, los bárbaros comienzan a invadir la península Ibérica, limitando su influencia sobre el territorio anteriormente ocupado por Roma. En el año 418 los visigodos se asientan en la región de Aquitania, y después de más de un siglo de batallas y escaramuzas entre ellos y los francos, tanto al norte como al sur, consiguen fundar, en el año 518, por obra del rey Leovigildo, la ciudad fortificada de Victoriacum, cerca de la actual Vitoria. El aislamiento persiste también durante la posterior invasión musulmana, a partir del 711, ya que los ejércitos árabes consiguen apenas llegar hasta Pamplona, en Navarra, gracias a un acuerdo con los habitantes que facilitan la capitulación de la antigua ciudad visigoda. También los árabes llegaron solo hasta las líneas fronterizas que habían establecido los romanos, y salvo incursiones en poblaciones determinadas (como Tudela, en Navarra), no consiguieron conquistar las tierras vascongadas.
Al-Ándalus, nombre genérico con el que se conocen las posesiones árabes en la península Ibérica, se extendió, en su época de mayor esplendor, desde el estrecho de Gibraltar hasta una línea que iría desde las tierras galaicas hasta Zaragoza, dejando, al norte, una bolsa de territorios no conquistados en la franja de la cornisa cantábrica: además del de los vascones, el de los cántabros y el de los astures. Y son estos últimos, en el 722, en la batalla de Covadonga, librada por el caudillo don Pelayo, quienes logran derrotar por primera vez a los musulmanes. Una década después de su desembarco en Cádiz, empieza la Reconquista de la península por los cristianos, cuyo primer reino es precisamente el de Asturias. Rápidamente, los territorios de los cántabros, de parte de los vascos y de los galaicos, en el extremo oeste, pasan bajo la influencia política y militar de Oviedo; mientras que el de los navarros goza de relativa autonomía amparado por el Ducado de Vasconia, que posteriormente formará parte de la Marca Hispánica, una zona de seguridad entre los dominios carolingios, al otro lado de los Pirineos, y Al-Ándalus. Son décadas tumultuosas, de revueltas y divisiones, con la formación de algunos entes territoriales independientes, como el condado de Álava y los señoríos de Guipúzcoa y Vizcaya, que llegan a su culmen en el s. IX, con el nacimiento de la corona de Pamplona, que pronto se convertirá en el Reino de Navarra.
En estos siglos de relativa estabilidad, los actores principales en el mapa peninsular, además de Navarra, son Al-Ándalus, contra el cual combatirán miles de vascos; los reinos galaico-portugués y astur-leonés; y los de Aragón y Castilla. Y es este último el que termina imponiéndose: en 1200, Alfonso VIII se anexiona Guipúzcoa y Álava (cuyas capitales, San Sebastián y Vitoria-Gasteiz habían nacido en 1180 y 1181, respectivamente), mientras que a finales del s. XIV es el señorío de Vizcaya, encabezado por la Bilbao y fundado por Diego López de Haro (1300), el que entra en la esfera castellana. A cambio de su incorporación voluntaria a Castilla, los territorios obtienen que los monarcas jurasen los fueros, un corpus legislativo que regulaba desde hacía siglos la vida de los vascos, otorgando así formalmente a ellos una autonomía administrativa en sus históricos territorios, que se gestionaba a través de las Juntas Generales, órganos colegiales de autogobierno. Unos privilegios (controlados y dirigidos por la nobleza local) confirmados también después de la unión entre las coronas de Castilla y Aragón en 1469, merced al matrimonio de Isabel I de Castilla y Aragón, los Reyes Católicos, cuya acción política llevará a la corona, en 1512, a aceptar la integración voluntaria del Reino de Navarra. El proceso de unificación territorial de España estaba concluido.
Lo que todavía estaba inacabada era la unidad social, cada vez más fragmentada y polarizada. Desde el s. XIV en adelante, en las actuales provincias vascas se produce un acusado aumento demográfico y, gracias a las cartas pueblas concedidas por la corona a las ciudades (una serie de privilegios y exenciones para los residentes), también un crecimiento de los núcleos urbanos. Es el caso de Bilbao, por ejemplo, cuyo puerto, junto con el de Pasaia, se convierte en el principal propulsor de la economía local: un lugar estratégico de primer orden por donde pasa prácticamente todo el tráfico de la lana castellana y del hierro vizcaíno de la época. Se configuran así dos macro-áreas bien diferenciadas: por un lado, las capitales y las villas costeras, que gracias a las prerrogativas otorgadas gozan de libertad económica y social, y de relativa autonomía política; por otro lado, las zonas rurales, que a pesar de estar libres de lazos con la corona gracias a los fueros, aún están sometidas al control de los señores locales. Y es en este contexto cuando, en el último cuarto del s. XIV y gran parte del siguiente, se producen guerras banderizas que enfrentan a la población. Se trata de luchas de la nobleza contra las villas, para la restauración o la perpetuación de los privilegios perdidos a lo largo de la centuria; de los campesinos contra los señores, que aducían derechos de propiedad sobre las tierras comunales, históricamente en usufructo a los primeros; y en el seno de la misma nobleza, con el enfrentamiento entre diferentes familias de alto linaje. Como consecuencia de todo esto, se fortalece el poder de la monarquía en las tres provincias, merced a los acuerdos de la misma con la aristocracia local.
Con el panorama interior algo revuelto, y con una serie de costumbres locales mal digeridas (como el hecho de que solo el hijo primigenio heredaba el patrimonio familiar, y los demás tenían que buscarse la vida), muchos vascos deciden emigrar y buscar fortuna en ultramar. De los astilleros bilbaínos y guipuzcoanos sale gran parte de los barcos que atraviesan el océano en ruta hacia las Indias, con una tripulación formada mayoritariamente por vascos. Entre ellos destacan grandes capitanes como Juan Sebastián Elcano, de Getaria, primer navegante en circunnavegar el globo (en la expedición de Magallanes), y Miguel López de Legazpi, de Zumárraga, que colonizó las Filipinas. Muchos de estos marinos regresan, con las bodegas de las naos llenas de metales preciosos y alimentos desconocidos, como el maíz; otros, en cambio, se quedan, y evitan así enfrentarse a una crisis que azota todo el país a mediados del s. XVII.
El s. XVIII se inicia bajo los mejores auspicios. Por un lado, las ideas de los enciclopedistas franceses y de los filósofos de la razón llegan a las Vascongadas con fuerza desde sus vecinos territorios pirenaicos; por otro, la burguesía urbana se hace promotora de pujantes iniciativas económicas y comerciales, como la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas, activa desde San Sebastián en el tráfico del cacao. En este contexto nacen también en Vizcaya las llamadas sociedades de amigos del país, entre ellas, La Bascoganda, que se reúnen para fomentar y difundir el conocimiento cultural y económico, y se convierten en catalizadoras de las ideas afrancesadas. No es de extrañar que en el País Vasco, en un primer momento, se viera con buenos ojos la alianza entre España y Francia sellada con la firma del Tratado de San Ildefonso en 1796, que unía ambos países contra Gran Bretaña y sus aliados, y con el sucesivo Tratado de Fontainebleau (1807), mediante el cual Carlos IV apoyaba a Napoleón en su campaña contra Portugal, permitiendo el paso y acuartelamiento de las tropas francesas en territorio español. Sin embargo, el acuartelamiento se convierte en ocupación primero y, luego, en invasión, y el 6 de julio de 1808 el emperador francés acaba con la dinastía borbónica, destituyendo al monarca y coronando rey a su hermano, José I. En el País Vasco, como en el resto de la península, la sociedad se polariza entre partidarios de los invasores y defensores acérrimos del poder real y de las ideas tradicionales. Es el inicio de la Guerra de la Independencia, que acabará cinco años después con la definitiva expulsión de las tropas napoleónicas de territorio español tras la batalla de Vitoria, el 21 de junio de 1813.
Tras la expulsión de los franceses regresa al trono de España Fernando VII, que ya había sido rey fugazmente entre marzo y mayo de 1808. Con la restauración borbónica se frenan las libertades instauradas por las Cortes de Cádiz (1812) durante la invasión napoleónica. El País Vasco ve surgir en sus pueblos, villas y ciudades dos corrientes que se enfrentan en tres contiendas sucesivas a lo largo del s. XIX. Aunque originadas en una disputa por la sucesión al trono entre los partidarios de Isabel, única descendiente de Fernando VII, y el hermano de este, Carlos María Isidro, que aspiraba a la corona, las Guerras Carlistas de las décadas de 1830, 1840 y 1870 enfrentan a liberales (defensores de la primera) contra carlistas (que apoyan al segundo). Los carlistas encarnan la oposición más reaccionaria al liberalismo, defendiendo la monarquía absolutista, el catolicismo y, sobre todo, el mantenimiento de los fueros. Las provincias vascas casi en su totalidad se declaran carlistas y tienen como primer general a Tomás de Zumalacárregui, nacido en Ormaiztegui, Guipúzcoa. Este militar muere en la Primera Guerra Carlista, lo que no es óbice para que se produzcan dos revueltas más de los partidarios del carlismo, hasta que en 1876 tiene lugar la victoria definitiva de los liberales, con una importante consecuencia: la abolición de los fueros y de los privilegios que estos representan para las provincias vascas. Estas, mientras tanto, se han consolidado desde el punto de vista económico gracias sobre todo a la industria del hierro, lo que multiplica en sus valles no solo fundiciones y fraguas, sino también minas de hierro y carbón. A comienzos del s. XIX, las pequeñas ferrerías vizcaínas que trabajaban el metal de forma tradicional comienzan a crecer gracias a las nuevas tecnologías introducidas con la Revolución Industrial, y al encontrar nuevos mercados a través del puerto de Bilbao, ubicado en una posición estratégica para el comercio marítimo, y que convierte la capital vizcaína en destino de trabajadores procedentes de toda la región.
La definitiva derrota carlista, la supresión de los fueros en 1876, la incipiente supremacía de las ciudades y los enclaves urbanos industrializados frente al campo, la economía rural y el caserío generan en el imaginario colectivo de los vascos de la segunda mitad del s. XIX un sentimiento de pérdida de identidad y de temor ante los cambios inherentes al progreso. Esa idealizada Arcadia feliz vasca, que solo existió en la imaginación de algunos, da lugar a un nuevo ideario nacionalista, que se concreta en 1895 cuando Sabino Arana y Goiri, un antiguo militante carlista vizcaíno que llegará después a enfrentarse a sus antiguos compañeros de bando acusándolos de “españolismo”, funda el Partido Nacionalista Vasco (PNV), que reclama una nueva configuración política frente al Reino de España. Florece a su vez un afán por recuperar las tradiciones, la lengua vasca y el folklore.
El s. XX se abre con un País Vasco fuertemente industrializado, con una economía boyante y altamente enriquecida con respecto a las demás provincias españolas, y con un creciente sentimiento nacionalista, fomentado también por algunas huelgas y revueltas obreras. Los años veinte transcurren en una aparente calma, pero una década más tarde todo cambia con el advenimiento de la II República. Aunque el tradicionalismo reprobaba las ideas republicanas, en el País Vasco la aventura iniciada el 14 de abril del 1931 con la proclamación de la República y el exilio de Alfonso XIII cuenta desde el principio con muchos apoyos, como atestigua la afirmación republicana en Eibar un día antes de la fecha oficial. Sin embargo, las tensiones con los elementos y sectores más conservadores, como el Ejército, estallan en una cruenta contienda que dura tres años, durante los cuales el PNV se coloca en el marco republicano intentando obtener para el País Vasco un estatus autonómico que llega, en forma de proyecto, en 1934 tras la aprobación en las Cortes, y que entra finalmente en vigor en 1936, cuando la Guerra Civil ya ha estallado y las tropas sublevadas del general Francisco Franco, apoyadas también por la burguesía vasca, ocupan toda la provincia alavesa y parte de la guipuzcoana, incluida su capital, San Sebastián. La victoria franquista señala la suspensión de la autonomía, y España se sumerge en un tiempo de silencio, represión y tristeza que dura hasta mediados de la década de 1970.
En los años setenta, la dictadura de Franco revela signos de agotamiento. La bonanza económica y el cuestionamiento al régimen se extienden por la sociedad española. Las provincias vascas comienzan a verse ensangrentadas por los asesinatos de la organización terrorista ETA (véase recuadro en p. 193). El 20 de diciembre de 1973, ETA asesina en Madrid al almirante Luis Carrero Blanco, a la sazón jefe del Gobierno y hombre de confianza de Franco. El dictador muere el 20 de noviembre de 1975, fecha a partir de la cual se reabre el proceso autonómico interrumpido con el fin de la Guerra Civil y el inicio de la dictadura. Durante cuatro años se redacta el nuevo Estatuto de Autonomía del País Vasco, que entra en vigor en 1979, tras un referéndum en el que cuenta con el respaldo de más del 90% de los votantes, y que otorga al Gobierno regional competencia exclusiva en varias materias legislativas y una casi total independencia económica.
Durante la década de 1980, la región vasca despliega un amplio autogobierno y se establece un período de democracia y libertad, con la única salvedad de la intensificación de los asesinatos de ETA, que condicionan y extorsionan la vida política y civil de las dos décadas siguientes. Los procesos de desindustrialización y regulación económica, la entrada de España en la Comunidad Económica Europea (la actual Unión Europea) y los distintos gobiernos apuntalan un tiempo de desarrollo y crecimiento que modela una sociedad plural y moderna, de impronta europeísta y estructuras económicas sólidas. El turismo, la gastronomía y el buen hacer de sus industrias otorgan a las tierras vascas el prestigio perdido durante los años de violencia terrorista, recuperado definitivamente en el 2011, cuando la organización criminal ETA anuncia el cese de su actividad armada. El resto es el País Vasco de hoy.