País inmenso con una población heterogénea, Argentina carga con un pasado tumultuoso mancillado por períodos de gobierno despótico, corrupción y miseria. Pero su historia es también ilustre: la de un país que se sacudió el yugo colonial español para convertirse durante un tiempo en una potencia económica mundial. Argentina ha alumbrado símbolos internacionales como el gaucho, Evita Perón y el Che Guevara. Comprender su pasado resulta esencial para entender su presente y a los propios argentinos.
Muchos pueblos recorrieron lo que siglos después sería Argentina. En las pampas vivieron los cazadores-recolectores querandís; en el norte estaban los guaraníes, agricultores y pescadores semisedentarios. En la región de los lagos y la Patagonia, los pehuenches y puelches recogían los piñones de la araucaria y los mapuches entraron en esa región por el oeste, conforme los españoles avanzaban hacia el sur desde Perú. Hoy existen varias reservas mapuches, la mayoría en la zona cercana a Junín, en los Andes.
En Tierra del Fuego, los selknam, haush, yahgan y alacaluf vivieron como cazadores-recolectores nómadas hasta que la llegada de los misioneros británicos acabó con ellos. Pese al inclemente tiempo, vestían poca ropa o ninguna; sus fuegos los mantenían calientes y de ahí el nombre de la región.
La zona noroccidental era la más desarrollada. Varios grupos indígenas, en especial los diaguitas, practicaban la agricultura de regadío en los valles de las estribaciones orientales andinas. Recibieron la influencia de Tiahuanaco, en la actual Bolivia, y luego, del Tawantinsuyo inca, que se expandió militarmente al norte y al sur desde Cuzco durante el s. xv. En la provincia de Salta, las ruinas de la ciudad de Quilmes constituyen uno de los lugares preincas mejor conservados.
Una década después de que Cristóbal Colón descubriera América, otros exploradores europeos empezaron a inspeccionar el estuario del Río de la Plata. Casi todas las primeras exploraciones estaban motivadas por los rumores de que aquellas tierras ocultaban inmensas cantidades de plata. Sebastián Gaboto, veneciano al servicio de España, en un exceso de optimismo le puso tal nombre, y para dar más pábulo a la leyenda, una parte del nuevo territorio fue nombrada según la voz latina que designa la plata (argentum). Pero riquezas minerales como las que tenía el Tawantinsuyo inca jamás afloraron en esta región, tan impropiamente bautizada.
En 1536, el aristócrata español Pedro de Mendoza fue el primero en intentar establecer una colonia permanente en el estuario. Desembarcó en la zona de la actual Buenos Aires, pero los indígenas querandís reaccionaron con violencia. Al cabo de cuatro años, Mendoza regresó a España sin un gramo de plata, y las tropas que había dejado remontaron el río hasta los parajes menos hostiles de Asunción, hoy capital de Paraguay.
Aunque los españoles refundaron Buenos Aires en 1580, la ciudad siguió siendo un lugar atrasado en comparación con los núcleos de población establecidos con más fortuna por otro contingente español que se había desplazado hacia el sur desde el Alto Perú (hoy Bolivia). Durante la segunda mitad del s. xvi, erigieron dos docenas de ciudades en lugares tan meridionales como Mendoza (1561), vinculadas a la fortaleza colonial de Lima, y financiadas por la rica mina de plata de Potosí.
Los dos principales centros eran Tucumán, fundada en 1565, y Córdoba, en 1573. Tucumán se hallaba en el corazón de una región de gran riqueza agrícola y suministraba al Alto Perú grano, algodón y ganado. Córdoba se convirtió en un importante centro de conocimiento, y los misioneros jesuitas montaron estancias (ranchos) en las sierras para abastecer al Alto Perú de mulas, alimentos y vino. La Manzana Jesuítica de Córdoba conforma hoy el conjunto de edificios coloniales mejor conservado del país, y varias estancias jesuitas de las Sierras Centrales se mantienen también en buen estado; estos lugares, junto con las plazas principales de Salta, ciudad fundada en 1582, poseen la arquitectura colonial más valiosa.
A medida que prosperaba la región noroeste, Buenos Aires decidió aprovechar a su favor las restricciones comerciales monopolísticas impuestas por la Corona española. Como su situación era ideal para el comercio, se dedicó al contrabando ilegal con el Brasil portugués y las potencias europeas no peninsulares. La riqueza que fluía por la ciudad espoleó su crecimiento.
Con el declive de las minas de plata de Potosí a finales del s. xviii, la Corona española hubo de reconocer la importancia de Buenos Aires para el comercio transatlántico. Las reformas borbónicas relajaron las restricciones previas y, en 1776, se creó el Virreinato del Río de la Plata, formado por los actuales territorios de Argentina, Paraguay, Uruguay y parte de Bolivia, con capital en Buenos Aires.
En el nuevo virreinato hubo disputas internas sobre el control del comercio, pero cuando los británicos atacaron la ciudad en 1806 y de nuevo en 1807, en un intento por hacerse con las colonias españolas durante la invasión napoleónica de la península, la respuesta fue unánime. Los rioplatenses se unieron y repelieron a los invasores.
La trata de esclavos en los ss. xviii y xix trajo una cuantiosa población africana a Argentina, y en particular a la provincia de Buenos Aires, para trabajar en la agricultura, la ganadería y las labores domésticas. Aunque casi exterminados por las epidemias de cólera y fiebre amarilla, y por su participación en la guerra de independencia argentina, los africanos realizaron notables contribuciones a la cultura.
A fines del s. xviii surgieron también los gauchos de la pampa; cazaban ganado salvaje y domaban a los caballos cimarrones abandonados por las expediciones que iban al Río de la Plata.
Hacia finales del s. xviii, los criollos comenzaron a mostrar su descontento con las autoridades españolas. La expulsión de las tropas británicas de Buenos Aires dio a las gentes del Río de la Plata mayor seguridad en su capacidad para dirigir su destino. El 25 de mayo de 1810, solo dos años después de que Napoleón invadiera España, Buenos Aires declaró su independencia.
En la década de 1820, se sumaron varios movimientos independentistas por toda Sudamérica. Bajo las órdenes del general José de San Martín, entre otros, el 9 de julio de 1816, las Provincias Unidas del Río de la Plata (precursoras de la República Argentina) declararon su independencia en Tucumán.
Pero las provincias estaban unidas solo en teoría. A falta de una autoridad central, las disparidades regionales, hasta entonces soterradas por el dominio español, se hicieron más patentes, dando como resultado el auge de los caudillos, que se resistieron a Buenos Aires.
A raíz de ello, la política argentina se dividió entre los federalistas del interior, que abogaban por la autonomía provincial, y los unionistas de Buenos Aires, defensores de la autoridad central de su ciudad. Durante casi dos décadas, los sangrientos conflictos entre ambas facciones dejaron al país extenuado.
En la primera mitad del s. xix, Juan Manuel de Rosas cobró relevancia como caudillo en la provincia de Buenos Aires representando los intereses de la oligarquía rural y los hacendados. En 1829 se convirtió en gobernador y, al tiempo que defendía la causa federalista, contribuyó a centralizar el poder político bonaerense proclamando que todo el comercio internacional se canalizara a través de la capital. Su hegemonía duró más de 20 años, hasta 1852, y sentó funestos precedentes en la política argentina con la creación de la tristemente famosa Mazorca (su despiadada policía) y la institucionalización de la tortura.
Bajo su mando, Buenos Aires siguió dominando la nueva nación, pero su extremismo se volvió contra él. Finalmente en 1852, el caudillo rival Justo José de Urquiza (antiguo defensor acérrimo de Rosas) organizó un poderoso ejército y lo depuso. Lo primero que hizo Urquiza fue esbozar una nueva Constitución, que se formalizó el 1 de mayo de 1853 mediante una convención en Santa Fe.
Al segundo presidente de Argentina, Bartolomé Mitre, le preocupaba la construcción del país y el establecimiento de infraestructuras, pero sus buenos propósitos se fueron al traste por la Guerra de la Triple Alianza, que duró de 1864 a 1870 y en la que Argentina, Brasil y Uruguay se enfrentaron a Paraguay. Cuando Domingo Faustino Sarmiento, maestro y periodista nacido en San Juan, accedió a la presidencia, el progreso llegó de verdad a Argentina.
La economía capitalina experimentó un notorio auge y atrajo un aluvión de inmigrantes llegados de España, Italia, Alemania y el este de Europa. Los nuevos residentes que trabajaban en la zona del puerto y malvivían en casas de vecindad crearon el famoso tango bonaerense en los burdeles y tabernas. En otras partes del país, los refugiados vascos e irlandeses se convirtieron en los primeros pastores cuando el número de ovejas y de exportaciones de lana se multiplicó casi por 10 entre 1850 y 1880.
Sin embargo, los colonos no podían acceder aún a la mayor parte del sur de La Pampa y la Patagonia debido a la resistencia que ofrecían los mapuches y tehuelches. En 1878, el general Julio Argentino Roca llevó a cabo una campaña contra los indígenas a través de la eufemísticamente llamada Conquista del Desierto. La ofensiva dobló la extensión del territorio que se hallaba bajo control estatal y abrió la Patagonia a los colonos ovejeros.
A principios del s. xx, Argentina contaba ya con una extensa red ferroviaria (financiada en su mayor parte con capital británico) que nacía en Buenos Aires y se desplegaba en todas direcciones. Pero aún planeaba sobre el país la negra nube de su vulnerable economía. La industria era incapaz de absorber toda la inmigración, creció el descontento de los obreros y las importaciones superaron a las exportaciones. Finalmente, con la Gran Depresión, los militares se hicieron con el poder en un clima de extrema inquietud social.
Entonces, un desconocido militar, entre mesiánico y populista, el coronel Juan Domingo Perón, se convirtió en el primer dirigente que trató de asumir la crisis económica del país.
Adquirió notoriedad en la década de 1940 al convertirse en la figura política más reverenciada de Argentina, pero también en la más despreciada. Alcanzó fama como jefe del Departamento Nacional de Trabajo después de que, en 1943, un golpe de Estado militar derribara al Gobierno. Con la ayuda de su segunda esposa, Eva Duarte (Evita), ganó las elecciones presidenciales en 1946.
Durante sus visitas previas a la Italia fascista y la Alemania nazi, había descubierto la importancia del espectáculo en la manipulación de las masas y, a raíz de ello, desarrolló su propia versión del fascismo al estilo Mussolini. Pronunció numerosos mítines desde el balcón de la Casa Rosada, con la también carismática e igualmente populista Evita a su lado. Gobernó de forma autoritaria, estableció un movimiento sindical vertical, amplió los derechos políticos a las clases trabajadoras, garantizó el voto de las mujeres y abrió los estudios universitarios a las clases populares. Por supuesto, muchas de esas políticas sociales le granjearon la oposición de los conservadores y las clases pudientes.
Muchos nazis fugitivos, entre ellos antiguos oficiales de las SS, fueron bien recibidos por Perón en Argentina, donde la mayoría llevó una vida de tranquilo anonimato. En 1960, Adolf Eichmann, artífice de la logística de la solución final nazi, fue secuestrado por agentes del Mossad y trasladado a Israel para someterle a juicio. Josef Mengele huyó después a Paraguay.
Los apuros financieros y la inflación socavaron su segundo mandato en 1952, y la muerte de Evita aquel mismo año fue un duro golpe para su popularidad y para el país. En 1955 se exilió a la España de Franco tras un golpe militar. A ello seguirían 30 años de catastrófico gobierno castrense.
Durante su exilio, Perón urdió su regreso a Argentina. A finales de la década de 1960, los crecientes problemas económicos, huelgas, secuestros políticos y la ofensiva de la guerrilla caracterizaron la vida política del país. En medio de esos sucesos, Perón volvió a Argentina y fue nombrado de nuevo presidente en 1973; sin embargo, tras 18 años de exilio, su gobierno carecía de base. Enfermo crónico, murió a mediados de 1974, dejando un país fragmentado a su inexperta y poco preparada tercera esposa, María Estela (Isabel).
A finales de la década de 1960 y principios de la de 1970 se había generalizado el sentimiento de oposición al Gobierno, y las protestas callejeras solían acabar en disturbios. Surgieron organizaciones armadas enfrentadas a los militares, la oligarquía y la influencia de EE UU en Latinoamérica. Además, la corrupción oficial era cada vez mayor y también la incompetencia de Isabel Perón, con lo que Argentina se encontró sumida en el caos.
El 24 de marzo de 1976, el general Jorge Rafael Videla dio un golpe de Estado y se hizo con el gobierno del país, tras lo cual se inició un largo período de terror y brutalidad. Estaba decidido a aplastar los movimientos armados y restaurar el orden social. De este modo, durante lo que el régimen etiquetó como Proceso de Reorganización Nacional (el Proceso), las fuerzas de seguridad recorrieron el país arrestando, torturando, violando y matando a cualquiera que constara en su lista de sospechosos.
Los grupos en defensa de los derechos humanos calculan que durante el período de 1976 a 1983 desaparecieron unas 30 000 personas. Por paradojas del destino, la guerra sucia concluyó cuando los militares argentinos se atrevieron a lanzar una verdadera operación militar para arrebatarle a Gran Bretaña la soberanía de las islas Malvinas.
A finales de 1981, el general Leopoldo Galtieri asumió la presidencia. En medio de la inestable economía y la inquietud de las masas, jugó sus cartas nacionalistas y lanzó una invasión en abril de 1982 para desplazar a los británicos de las islas Malvinas, que Argentina llevaba casi siglo y medio reclamando. Como el archipiélago se había convertido en colonia británica en 1841, la mayoría de los residentes eran anglohablantes que estaban a favor de la soberanía británica.
Sin embargo, Galtieri subestimó la enérgica respuesta de la primera ministra británica, Margaret Thatcher. Tras solo 74 días, las fuerzas argentinas, mal adiestradas, poco motivadas y en su mayoría formada por adolescentes, se rindieron de forma no muy decorosa. El régimen militar sucumbió y en 1983 los argentinos eligieron presidente al civil Raúl Alfonsín.
En su exitosa campaña presidencial de 1983, Alfonsín se comprometió a perseguir a los militares responsables de las violaciones de los derechos humanos durante la guerra sucia y condenó a algunos mandos de la Junta por secuestro, tortura y homicidio.
Pero cuando el Gobierno trató de juzgar a más oficiales, estos respondieron con levantamientos en varias partes del país. El aún poco estable Gobierno se plegó a las exigencias militares y elaboró la Ley de Obediencia Debida, que permitía a los oficiales de menor rango defenderse alegando que habían actuado cumpliendo órdenes, y la Ley de Punto Final, que fijaba fechas más allá de las cuales no podían emprenderse procesos penales o civiles. En aquel momento, tales medidas impidieron el procesamiento de personas tristemente significadas; en el 2003, sin embargo, las dos leyes fueron revocadas.
A partir de entonces, los procesos por crímenes durante la guerra sucia se han reabierto. Desde el 2003, varios oficiales han sido condenados por la comisión de delitos durante ese período. A pesar de estas detenciones, muchos cabecillas del Proceso siguieron libres, tanto en Argentina como el extranjero. A finales del 2017, la corte federal de Buenos Aires retomó los juicios por los centros de detención de la Escuela de Mecánica de la Armada, que ya duraban varios años, acusó a 54 personas y condenó a 29 antiguos oficiales del Ejército a cadena perpetua por secuestro, tortura y asesinato.
Carlos Saúl Menem fue elegido presidente en 1989 y rápidamente se embarcó en una reforma radical con tintes neoliberales. Al vincular el peso con el dólar estadounidense creó un período de falsa estabilidad económica que propició un gran ascenso de la clase media. Pero sus políticas (como la privatización de empresas públicas) fueron las principales responsables de la crisis económica del 2002, por la devaluación de un peso sobrevalorado.
Su mandato duró hasta 1999 y en el 2003 intentó volver a la presidencia, aunque se retiró en la primera vuelta. En el 2005 se convirtió en senador de su provincia, La Rioja, pero dos años más tarde no consiguió el puesto de gobernador. Toda su carrera pospresidencial estuvo marcada por los escándalos. En el 2001 fue condenado por vender armas ilegalmente a Croacia y Ecuador; tras cinco meses de investigación judicial se retiraron los cargos y, en el 2008, se volvieron a presentar, aunque fue absuelto. En el 2009 fue acusado de corrupción y obstrucción a la justicia por el atentado en 1994 al AMIA, un centro comunitario judío de Buenos Aires. Ese juicio aún está pendiente, aunque en diciembre del 2015 fue sentenciado a cuatro años y seis meses de cárcel por malversación de fondos públicos en la década de 1990. Los años dorados de Menem pasaron a la historia.
Fernando de la Rúa, sucesor de Menem en las elecciones de 1999, heredó una economía inestable y una deuda exterior de 114 000 millones de US$. Con el peso vinculado a la moneda estadounidense, Argentina se vio incapaz de competir en el mercado internacional y las exportaciones cayeron en picado. La posterior bajada de precios de los productos agropecuarios en los mercados estremeció la economía nacional, que dependía fuertemente de las exportaciones agrícolas y ganaderas.
En el 2001, la economía argentina se hallaba al borde del colapso y la Administración, con el ministro de Economía Domingo Cavallo al frente, adoptó medidas para acabar con el déficit y recortar el gasto público. Tras intentos de intercambiar la deuda y rumores de devaluación del peso, los argentinos de clase media empezaron a vaciar sus cuentas bancarias. Cavallo respondió limitando las retiradas de efectivo a 250 US$ semanales por persona, pero aquello solo fue el principio del fin.
A mediados de diciembre, el desempleo llegó al 18,3% y los sindicatos iniciaron una huelga general. El punto crítico se alcanzó el 20 de diciembre, cuando la clase media salió a las calles a protestar por la forma en que se había enfocado la situación económica. Se produjeron disturbios en todo el país y el presidente De la Rua dimitió. Tres presidentes interinos habían ya presentado su renuncia cuando Eduardo Duhalde tomó posesión en enero del 2002, convirtiéndose en el quinto presidente en dos semanas. Devaluó el peso y anunció que no se pagarían los 140 000 millones de US$ de deuda exterior, la mayor de la historia.
El ministro de Economía de Duhalde, Roberto Lavagna, negoció un acuerdo definitivo con el FMI, según el cual, Argentina solo pagaría los intereses de su deuda. Simultáneamente, la devaluación del peso aparejó que los productos argentinos resultaran asequibles en el mercado mundial, y en el 2003, las exportaciones estaban en alza. Tal auge resultó magnífico para el PIB, pero los precios se dispararon, empobreciendo aún más a la ya vapuleada clase media.
Finalmente se celebraron elecciones presidenciales en abril del 2003, en las que el gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, resultó elegido cuando se retiró su oponente, el expresidente Carlos Menem.
En el 2007, al final de su mandato, Kirchner se había convertido en uno de los presidentes más populares de Argentina. Revocó la amnistía que protegía a los miembros de la Junta de 1976-1983 de ser enjuiciados por las atrocidades cometidas durante la guerra sucia, adoptó una dura actitud ante la corrupción gubernamental y alejó la economía del estricto alineamiento con EE UU para alinearse con los vecinos sudamericanos. En el 2005, satisfizo la deuda con el FMI en un solo pago. Al final de su presidencia, en el 2007, el desempleo había descendido a menos del 9%, tras haber rozado el 25% en el 2002.
Pero no todo fueron vino y rosas. El hecho de que Argentina hubiera pagado su deuda era fantástico; no obstante, a ello no siguió una estabilidad económica. De hecho, se sucedieron toda una serie de problemas: las altas cifras de inflación fruto de la creciente falta de energía, la desigual distribución de la riqueza y el abismo cada vez mayor entre ricos y pobres estaban minando a la clase media.
Con todo, las cosas le fueron bastante bien a Kirchner. Cuando el sillón presidencial quedó vacante en el 2007, los argentinos expresaron su satisfacción por su política eligiendo a su esposa, la senadora Cristina Fernández de Kirchner, como presidenta del país con un 22% de votos más que su oponente inmediato.
La debilidad de la oposición y el peso de la figura de su marido contribuyeron a la rotunda victoria de Cristina, a pesar de que durante su campaña no presentó ningún programa político claro. No era la primera vez que Argentina tenía una mujer por jefe de Estado (Isabel Perón ya había sido presidenta durante un breve período al heredar el mandato de su esposo), pero Cristina sí era la primera mujer elegida por el voto popular. Como abogada y senadora, se la comparó muchas veces con Hillary Clinton; como figura política consciente de la moda y con cierto gusto por los vestidos chic y los bolsos de diseño, también evocaba a Evita.
El 27 de octubre del 2010, Néstor Kirchner murió de un infarto. Aquello supuso un desastre para la dinastía Kirchner, pero el país hizo piña en torno a la apenada Cristina, que salió reelegida con facilidad a principios del 2011. Su programa aspiraba a conquistar el voto populista, prometiendo subir ingresos, recuperar la industria y mantener el boom económico de Argentina. Su enfoque cautivó al electorado, pero el encanto no duraría mucho.
A partir de octubre del 2011, y con miras a controlar la evasión de capitales, el Gobierno obligó a los argentinos a declarar sus compras de dólares estadounidenses, origen del mercado negro de dólares, muy buscados como moneda estable. Y el mercado inmobiliario se paralizó, pues las transacciones de compra y venta se realizaban casi siempre en esa moneda.
Su tumultuosa presidencia se vio marcada por los escándalos, las decisiones poco populares y los altibajos en las encuestas de satisfacción, además del cálculo extraoficial de la inflación, que se situaba en un 30%. Y, sin embargo, también tuvo aspectos positivos, como el fortalecimiento de la economía durante la primera mitad de su mandato, la consolidación de algunos programas sociales y la legalización de los matrimonios entre personas del mismo sexo de julio del 2010.