Historia de Irlanda

Desde el principio, la historia de Irlanda ha sido una búsqueda de identidad. Esta búsqueda habría sido un poco más directa si los pueblos extranjeros no hubiesen puesto tanto empeño en ocupar esta pequeña isla, desde tribus celtas y saqueadores vikingos a invasores normandos, y sobre todo, los ingleses. De hecho, la problemática relación entre Irlanda y su vecino brinda el prisma a través del cual se refleja buena parte de la identidad irlandesa.

Nativos irlandeses

Desde la llegada de los primeros moradores en el s. VIII a.C., las diferentes tribus celtas necesitaron unos 500 años para establecerse en Irlanda. Los últimos, conocidos como gaélicos (algo así como “extranjero” en la lengua local), desembarcaron en el s. III a.C. y dividieron la isla en cinco provincias: Leinster y Meath (que más tarde se fundirían), Connaught, Ulster y Munster, subdivididas a su vez en territorios controlados por hasta 100 reyes y jefes tribales menores, que juraban lealtad a un jefe supremo con trono en Tara, en el condado de Meath.

Los celtas pusieron los cimientos de la actual cultura irlandesa. Estos idearon un sofisticado código legal, las Leyes Brehon, vigente hasta principios del s. XVII, y sus diseños laberínticos y retorcidos, que ya se aprecian en objetos con 2000 años de antigüedad, son el típico ejemplo de motivos irlandeses, como se puede apreciar en el Broighter Hoard del National Museum de Dublín. La Turoe Stone, en el condado de Galway, es otra excelente representación del arte celta.

Llegada del cristianismo

Aunque san Patricio se llevó todo el mérito, entre los ss. III y V diferentes grupos de misioneros cristianizaron Irlanda, que incluía una asimilación de los rituales druídicos de las tribus paganas y que dio como resultado un híbrido conocido como cristianismo celta o insular.

Los eruditos cristianos irlandeses estudiaban filosofía griega y latina y teología en los monasterios levantados en lugares como Clonmacnoise, en el condado de Offaly, Glendalough, en el condado de Wicklow, y Lismore, en el condado de Waterford. Fue una auténtica Edad de Oro en la que florecieron artes como la ilustración de manuscritos, la metalurgia y la escultura, con resultados como el Libro de Kells, muchas joyas y las numerosas cruces de piedra tallada que salpican la “isla de los santos y los eruditos”.

¡Que vienen los vikingos!

Los vikingos fueron los siguientes en probar suerte, en concreto en el 795 d.C., cuando saquearon los prósperos monasterios. Para defenderse, los monjes construyeron torres cilíndricas que servían como puestos de vigilancia y refugio en caso de ataque. Excelentes ejemplos de estas siguen en pie por todo el país, p. ej., en Glendalough, Kells y Steeple, cerca de Antrim.

A pesar de los esfuerzos de los monjes, los vikingos se salieron con la suya gracias sobre todo a su fuerza bélica, pero también a la población local, que se puso del lado de los saqueadores a cambio de beneficios o protección. En el s. x, los pueblos nórdicos estaban bien establecidos en Irlanda y habían fundado localidades como Wicklow, Waterford, Wexford y su capital, Dyfflin, la futura Dublín. En el 1014, los vikingos cayeron derrotados en la Batalla de Clontarf a manos de Brian Ború, rey del Munster, pero Ború murió en combate y los nórdicos, como ya hicieran los celtas antes que ellos, acabaron por integrarse: los matrimonios mixtos con las tribus celtas introdujeron el pelo rojo y las pecas en los genes irlandeses.

Invasión inglesa

Teóricamente, los “800 años” de dominio inglés en Irlanda comenzaron con la invasión normanda de 1169. En realidad fue más bien una invitación, pues el rey de Leinster pidió ayuda a los barones locales, liderados por Richard Fitz Gilbert de Clare, conde de Pembroke (1130-1176, apodado “Arco Fuerte”), para resolver una disputa territorial. Dos años después, el rey Enrique II de Inglaterra desembarcó con un ejército considerable y una petición del papa Adrián IV para meter en cintura a los misioneros cristianos rebeldes.

A pesar de la autoridad suprema del rey, los barones anglonormandos se repartieron el territorio irlandés y, durante los siguientes 300 años, consolidaron su poder feudal. Los efectos de la integración volvieron a entrar en juego, pues los anglonormandos y sus mercenarios pasaron a ser, como rezaba una frase popular, “Hiberniores Hibernis ipsis” (“Más irlandeses que los propios irlandeses”). Erigieron castillos por todo el país, pero su auténtico legado son las ciudades que construyeron, como la magnífica Kilkenny, que aún conserva buena parte de su carácter medieval. Puede que los anglonormandos juraran lealtad al rey inglés, pero en la práctica solo se respetaban a sí mismos; a principios del s. xvi, el domino directo de la Corona no iba más allá de una franja que rodeaba Dublín conocida como “the Pale” (“la Empalizada”). Sin embargo, a un rey inglés no se le puede ignorar eternamente…

Irlanda y los Tudor

Cuando Enrique VIII se declaró al frente de la Iglesia anglicana en 1534, tras romper con el papado por su divorcio de Catalina de Aragón, los anglonormandos pusieron el grito en el cielo y algunos tomaron las armas contra la Corona. Enrique, preocupado de que Irlanda pudiese ponerse del lado de España o Francia, respondió con firmeza y aplastó el levantamiento, con la confiscación de las tierras de los rebeldes y (como ya hiciera en Inglaterra) la disolución de todos los monasterios. Luego se autoproclamó rey de Irlanda.

Isabel I (1533-1603) llegó al trono en 1558 con la misma actitud inflexible que su padre. La región más hostil hacia ella era el Ulster, donde los irlandeses luchaban tenazmente a las órdenes de Hugh O’Neill, conde de Tyrone, aunque también acabarían por sucumbir en 1603. Sin embargo, O’Neill logró una especie de victoria pírrica al no rendirse hasta que supo de la muerte de Isabel. Entonces, él y los otros nobles salieron del país en la que sería conocida como la “Huida de los Condes”. El Ulster quedó a expensas del dominio británico y la política de las colonizaciones, donde se confiscaron las tierras de los terratenientes huidos y se redistribuyeron entre los súbditos de la Corona. Aunque hubo apropiaciones en todo el país, la mayoría fue en el Ulster.

Oliver Cromwell invade Irlanda

En los albores de la Guerra Civil Inglesa de 1642, los irlandeses apoyaron a Carlos I en su enfrentamiento contra los muy protestantes parlamentarios, con la esperanza de que su victoria restaurase el poder católico en Irlanda. Cuando Oliver Cromwell y los suyos derrotaron a los monárquicos y decapitaron a Carlos en 1649, Cromwell centró su atención en la desleal Irlanda. Sus nueve meses de campaña fueron tan eficaces como brutales (Drogheda se vio particularmente afectada): se confiscaron aún más tierras (la famosa frase de Cromwell de que los irlandeses podían “irse al infierno o a Connacht” suena rara, dada la belleza de la provincia, pero es que allí no había demasiada tierra cultivable) y los derechos de los católicos se restringieron aún más.

La Batalla del Boyne y las Leyes Penales

El siguiente revés importante para la católica Irlanda llegó en 1690. Una vez más, los irlandeses habían apostado por el caballo perdedor, en este caso apoyando a Jacobo II tras su derrocamiento en la Revolución Gloriosa a manos del rey protestante holandés Guillermo de Orange (que estaba casado con Mary, ¡la hija de Jacobo!). Después de que Jacobo sitiase Derry durante 105 días sin éxito (el grito unionista de “¡No nos rendiremos!” se remonta a esa época), en julio se enfrentó al ejército de Guillermo a orillas del río Boyne, en el condado de Louth, y sufrió una derrota aplastante.

La humillación final para los católicos llegó en 1695 con la aprobación de las Leyes Penales, que les prohibían poseer tierras o ejercer cualquier profesión de relevancia. La cultura, la música y la educación irlandesa se vetaron con la esperanza de erradicar el catolicismo. La mayoría de los católicos siguió con sus rezos en secreto, aunque algunos irlandeses adinerados se convirtieron al protestantismo para conservar su carrera y riquezas. Las tierras se transferían continuamente a propietarios protestantes, y una considerable mayoría de la población católica pasó a vivir como inquilina y en condiciones paupérrimas. A finales del s. xviii, los católicos apenas poseían el 5% de la tierra de Irlanda.

Revuelta contra el dominio británico

Desde finales del s. xviii, la principal oposición a las Leyes Penales llegó de un sector inesperado. Unos pocos protestantes liberales, cercanos a la ideología de la Ilustración e inspirados por las revoluciones en Francia y en los recién fundados EE UU, empezaron a organizarse contra el dominio británico.

El más conocido de ellos fue Theobald Wolfe Tone (1763-1798), un joven abogado dublinés que lideró un grupo, la Sociedad de los Irlandeses Unidos, con el objetivo de reformar y reducir el poder británico en Irlanda. Por su lado, los protestantes unionistas se prepararon ante el posible conflicto con la creación de la Sociedad Protestante de Orange, futura Orden de Orange. Wolfe Tone buscó el apoyo de los franceses para su alzamiento, pero su imposibilidad para desembarcar un ejército de socorro en 1796 dejó expuesta a la organización, y sus hombres murieron en la Batalla de Vinegar Hill, en 1798. Tres años después, los británicos intentaron zanjar las revueltas en Irlanda con el Acta de Unión, pero el genio nacionalista ya se había escapado de la lámpara.

La Gran Hambruna, O’Connell y Parnell

El s. xix estuvo marcado por los sucesivos intentos de arrebatar algo de control al Imperio británico. Por un lado, los republicanos radicales, que defendían el uso de la fuerza para conseguir una república laica e igualitaria, lo intentaron –y fracasaron– en 1848 y 1867; por otro, los moderados emprendieron acciones legales y no violentas para obligar al Gobierno a hacer concesiones.

‘El Gran Libertador’

Durante casi tres décadas, el sector moderado estuvo dominado por Daniel O’Connell (1775-1847), que se consagró a la causa de la emancipación católica. En 1828 logró ser elegido para el Parlamento británico, pero su condición de católico le impedía tomar posesión de su escaño. Para evitar una posible revuelta, el Gobierno se vio obligado a aprobar en 1829 el Acta de Emancipación Católica, que concedía a algunos católicos pudientes el derecho a voto y a poder ser elegidos para el Parlamento.

O’Connell siguió con su lucha por la autodeterminación irlandesa y ganó fama como gran orador, no solo en nombre de Irlanda, sino contra todo tipo de injusticias, incluida la esclavitud; el líder abolicionista Frederick Douglass era uno de sus mayores admiradores. Los irlandeses adoraban a O’Connell, conocido como “el Gran Libertador”, y acudían por miles a escucharlo. Pero su negativa a salirse de la ley sería su perdición: cuando el Gobierno le prohibió seguir con un mitin, O’Connell bajó del estrado, se cree que para evitar la violencia y el derramamiento de sangre. Sin embargo, Irlanda estaba de pleno en la Gran Hambruna, y su negativa a desafiar a los británicos se vio como una capitulación. O’Connell pasó un tiempo entre rejas y murió en la ruina en 1847.

El rey sin corona de Irlanda

Charles Stewart Parnell (1846-1891) fue el otro gran estadista del s. xix. Como O’Connell, también era un notable orador, pero su principal objetivo era la reforma agraria, en particular la reducción de los alquileres y la mejora de las condiciones laborales (recogidas en el lema “Alquiler justo, venta gratuita y tenencia fija”). Parnell defendió las actividades de la Liga Agraria, para lo cual promovió la estrategia del boicot –en inglés, la palabra boycotting deriva de un administrador especialmente desagradable llamado Charles Boycott– contra arrendatarios, administradores y terratenientes que no se adhiriesen a los objetivos de la Liga, y a los que la población local trataba como apestados. En 1881 lograron una victoria importante con la aprobación de la Ley Agraria, que recogía el grueso de las peticiones de la Liga.

La otra gran batalla de Parnell fue la búsqueda de cierta autonomía de Irlanda. A pesar de las palabras de apoyo del líder liberal William Gladstone, el Parlamento rechazó de manera uniforme las leyes de autonomía presentadas en 1886 y 1892. Como ya le ocurriera a O’Connell, la estrella de Parnell se apagó drásticamente: en 1890 se vio involucrado en un proceso judicial de divorcio que escandalizó a la puritana Irlanda. El “rey sin corona de Irlanda”, obligado a dimitir, murió poco después.

Fomento de la revolución

La lucha de Irlanda por obtener una cierta autonomía empezó a dar sus frutos en la segunda década del s. xx. El radicalismo, que siempre había estado en los márgenes de las aspiraciones nacionalistas irlandesas, volvía a ganar fuerza, como respuesta, entre otras cosas, a un endurecimiento de la situación en el Ulster. La oposición masiva a cualquier tipo de independencia propició la formación de la Fuerza de Voluntarios del Ulster, un grupo de vigilancia unionista con más de 100 000 miembros que juraron plantar cara a cualquier intento de imponer un Estatuto de Autonomía en Irlanda. Los nacionalistas respondieron creando la Fuerza de Voluntarios Irlandeses: el enfrentamiento parecía inevitable.

El Estatuto de Autonomía acabó por aprobarse en 1914, pero el estallido de la I Guerra Mundial lo congeló hasta el final del conflicto. Para la mayoría de los irlandeses, la suspensión resultó decepcionante, pero razonable, y el grueso de voluntarios se alistó para luchar contra los alemanes.

Insurrección de Pascua

Sin embargo, los hubo que no respondieron a la llamada. Dos pequeños grupos (una sección de los Voluntarios de Irlanda liderada por Pádraig Pearse, y el Ejército Ciudadano Irlandés, con James Connolly a la cabeza) conspiraron para urdir una rebelión que pilló al país por sorpresa. Un reducido grupo de voluntarios marchó sobre Dublín el lunes de Pascua de 1916 y se hizo con el control de varias posiciones clave en la ciudad, incluida la oficina de correos de O’Connell St. Desde su escalinata, Pearse leyó a los viandantes la declaración de que Irlanda era una República y que su grupo configuraba el gobierno provisional. Tras menos de una semana de combates los rebeldes se rindieron. Los rebeldes no eran muy populares, y tuvieron que ser escoltados hasta la cárcel para protegerlos de los furiosos dublineses.

Es probable que la Insurrección de Pascua apenas hubiese tenido relevancia en la cuestión irlandesa si los británicos no hubieran convertido en mártires a sus líderes. De las 77 sentencias a muerte, 15 se ejecutaron, incluida la de un Connolly herido, al que dispararon atado a una silla. Aquello desencadenó un cambio radical en la opinión pública, y el apoyo a los republicanos creció drásticamente.

Guerra contra el Reino Unido

Cuando acabó la I Guerra Mundial, el Estatuto de Autonomía se quedaba muy corto y llegaba muy tarde. En las elecciones de 1918, los republicanos se presentaron bajo el estandarte del Sinn Féin y lograron la gran mayoría de escaños irlandeses. Ignorando al Parlamento de Londres, donde se suponía que debían trabajar, los nuevos diputados del Sinn Féin, muchos de ellos veteranos de la Insurrección de Pascua de 1916, declararon la independencia de Irlanda y formaron la primera Dáil Éireann (Asamblea o Cámara Baja irlandesa), con sede en la Mansion House de Dublín, presidida por Eamon de Valera (1882-1975). Los Voluntarios de Irlanda se convirtieron en el Ejército Republicano Irlandés (IRA) y el Dáil lo autorizó a luchar contra las tropas británicas en Irlanda.

En comparación con otras, la Guerra de la Independencia irlandesa fue poca cosa: duró dos años y medio y se saldó con apenas 1200 bajas. Sin embargo, se trató de un asunto peliagudo, pues el IRA emprendió una campaña de guerrilla contra los británicos, cuyas filas crecían con la llegada de veteranos de la I Guerra Mundial; muchos estaban tan traumatizados por lo vivido durante la gran contienda que cometían todo tipo de atrocidades.

Una suerte de libertad

En julio de 1921 se firmó una tregua, seguida de intensas negociaciones entre los dos bandos. El 6 de diciembre de 1921 se acordó la firma de un tratado que creaba el Estado Libre de Irlanda, compuesto por 26 de los 32 condados de la isla. Los otros seis, todos en el Ulster, siguieron como Reino Unido. El tratado era un documento imperfecto: no solo afianzaba las divisiones geográficas de la isla, que 50 años después estallarían en el conflicto de Irlanda del Norte, sino que también provocó divisiones en los nacionalistas entre quienes creían que el tratado era un paso necesario hacia la independencia plena y quienes lo veían como una capitulación ante los británicos. Esta división marcaría la agenda política irlandesa hasta prácticamente el fin del siglo.

Guerra Civil

El tratado quedó ratificado tras un agrio debate, y las elecciones de junio de 1922 acabaron con la victoria del bando protratado. Sin embargo, las fuerzas contrarias respaldaron a un De Valera que, a pesar de presidir el Dáil, no había formado parte del equipo de negociación del tratado (lo que, a ojos de sus críticos y opositores, le daba la posibilidad de lavarse las manos si las negociaciones fracasaban), y refutaron algunas de sus cláusulas, en particular el juramento de lealtad al monarca británico.

Dos semanas después de las elecciones estalló una guerra civil entre camaradas que, un año antes, habían luchado codo con codo. La baja más famosa de este triste conflicto fue Michael Collins (1890-1922), cerebro de la campaña del IRA durante la Guerra de Independencia y principal negociador del Tratado Anglo-Irlandés, asesinado en una emboscada en su Cork natal. El propio Collins había presagiado el rencor que nacería con el tratado, y se cuenta que, al firmarlo, declaró: “Os adelanto que estoy firmando mi condena de muerte”.

Creación de una República

La Guerra Civil concluyó por agotamiento en 1923 con la victoria del bando protratado, que gobernó el nuevo Estado hasta 1932. Derrotado, pero insumiso, De Valera fundó un nuevo partido en 1926 llamado Fianna Fáil (Soldados de Irlanda) y obtuvo la mayoría en las elecciones de 1932, que ya no perdería hasta 1948. Mientras tanto, De Valera redactó una nueva Constitución en 1937 que acababa con el odiado juramento de lealtad, reafirmaba la posición especial de la Iglesia católica y volvía a reclamar los seis condados de Irlanda del Norte. En 1948 Irlanda abandonó oficialmente la Commonwealth y se convirtió en una República. Ironías del destino: sería el Fine Gael, el antiguo partido pro tratado (sorprendentemente, el Fianna Fáil había perdido las elecciones ese año), quien declararía, tras 800 años, que Irlanda –o al menos buena parte de la isla– era independiente.

Penurias crecientes y primeros rugidos

Eamon de Valera, sin duda la figura más significativa desde la independencia, hizo una inmensa contribución a Irlanda pero, a medida que la década de 1950 agonizaba, su visión de Irlanda se encallaba en una ortodoxia conservadora y tradicional que no encajaba con la realidad de un país con grandes apuros económicos, donde el desempleo crónico y la emigración solo eran los efectos más visibles de unas políticas inadecuadas. A De Valera le sucedió como taoiseach (primer ministro) Sean Lemass, que abordó el cargo con el lema: “Una subida de la marea eleva todas las barcas”. A mediados de la década de 1960 sus políticas económicas redujeron a la mitad la emigración y supusieron una nueva prosperidad que se reflejaría 30 años más tarde en el “Tigre Celta”.

Socios europeos

En 1972 la República de Irlanda (y también Irlanda del Norte) se convirtió en miembro de la Comunidad Económica Europea. Ello supuso un aumento de la prosperidad gracias a los beneficios de la Política Agraria Comunitaria, que fijó precios y garantizó cuotas para los agricultores irlandeses. No obstante, la amplia depresión mundial de 1973 sumió al país en un nuevo bache, y las cifras de emigrados volvieron a crecer hasta alcanzar su cénit a mediados de los años ochenta.

El “Tigre Celta”

A principios de la década de 1990 los fondos europeos ayudaron a arrancar el crecimiento económico. Se invirtieron enormes sumas en educación e infraestructuras, mientras que la política de impuestos de sociedades bajos combinada con incentivos hizo de Irlanda un país muy atractivo para las tecnológicas que querían entrar en el mercado europeo. En menos de 10 años Irlanda pasó de ser uno de los países más pobres a uno de los más ricos de Europa: el desempleo cayó del 18 al 3,5%, el salario industrial medio se colocó entre los primeros del continente, y el increíble auge del PIB hizo que el país se jactara de un modelo económico que era la envidia de todo el mundo. Irlanda era sinónimo de la expresión el “Tigre Celta”, en alusión al rápido crecimiento experimentado.

Recesión en ciernes

Desde el 2002 la economía irlandesa siguió al alza gracias a una construcción que superaba con creces la demanda. El mercado internacional de derivados financieros descontrolados inundó los bancos irlandeses con dinero barato, que se prestaba alegremente.

Entonces llegó la quiebra de Lehman Brothers y la crisis de crédito. Los bancos irlandeses estuvieron a punto de estrellarse, pero fueron rescatados en el último minuto, y antes de que Irlanda pudiese respirar, el FMI y la UE se hicieron con las riendas de su futuro económico a medio plazo. Irlanda volvió a enfrentarse a sus demonios de desempleo alto y emigración, pero un intenso programa de austeridad la devolvió a la senda del crecimiento a finales del 2014.

El norte no es tan lúgubre

Desde el 8 de mayo del 2007, Irlanda del Norte estuvo gobernada en relativa armonía por una asamblea constituyente, presidida por el primer ministro y un vicepresidente de los principales partidos políticos. Hasta el 2017 pertenecían al Partido Unionista Democrático (DUP) y al Sinn Féin respectivamente, pero esta pacífica alianza se hundió; en primer lugar por un escándalo que provocó que el Sinn Féin abandonara el Gobierno (desencadenando nuevas elecciones) y, en segundo lugar, por la identificación del DUP con el Partido Conservador tras las elecciones generales británicas en junio, cuando los 10 parlamentarios del partido acordaron un acuerdo de “suministro y confianza” con el gobierno. Mientras tanto, la Asamblea de Irlanda del Norte sigue suspendida en espera de las negociaciones entre las dos partes que han quedado paralizadas, con la posibilidad muy real de que se introduzca el gobierno directo de Westminster por primera vez desde que se estableció la Asamblea.

Irlanda dividida

Tras la firma del Tratado Anglo-Irlandés, el 22 de junio de 1922 se constituyó un nuevo Parlamento en Irlanda del Norte, con James Craig como primer ministro. Su Partido Unionista del Ulster (UUP) gobernaría el nuevo Estado hasta 1972, y la minoría católica (apenas un 40%) sería despojada de todo poder real o fuerza representativa por un Parlamento que favoreció a los unionistas a través de los subsidios económicos, la asignación de viviendas partidista y la manipulación: las fronteras electorales de Derry se trazaron de nuevo para garantizar un consejo protestante, aunque la ciudad tenía dos tercios de católicos. La abrumadora y protestante Gendarmería Real del Ulster (RUC) y su fuerza paramilitar no se preocuparon por enmascarar su sesgo ideológico y sectario: Irlanda del Norte era, a todos los efectos, un estado apartheid.

‘Venceremos’

El primer desafío a la hegemonía unionista llegó con la campaña fronteriza del IRA, que llevaba un tiempo latente, en la década de 1950, pero no tardó en ser aplastada y sus líderes encarcelados. Sin embargo, una década después las autoridades se enfrentaron a un enemigo mucho más duro: la Asociación de Derechos Civiles, fundada en 1967 y con gran influencia de su homóloga estadounidense, que buscaban corregir el escandaloso sectarismo de Derry. En octubre de 1968, la RUC interrumpió abruptamente una manifestación católica en Derry ante los rumores de que el IRA había garantizado ‘seguridad’ a los manifestantes. En aquel momento nadie lo sabía, pero el conflicto de Irlanda del Norte había empezado.

En enero de 1969 otro movimiento por los derechos civiles, Democracia del Pueblo, organizó una marcha de Belfast a Derry. Cuando los manifestantes se acercaron a su destino un grupo de protestantes les atacó. Al principio la policía se quedó al margen, pero luego barrió el católico distrito del Bogside. Siguieron más marchas, protestas y violencia, y muchos republicanos se quejaban de que la policía solo empeoraba las cosas. En agosto, las tropas británicas llegaron a Derry y Belfast para mantener el orden. Aunque fueron bien recibidas en algunos barrios católicos, pronto se vieron como una herramienta de la mayoría protestante. Las reacciones desmesuradas del ejército espolearon los alistamientos a un IRA que llevaba tiempo inactivo, y cuyas filas se engrosaron particularmente tras el Domingo Sangriento del 30 de enero de 1972, cuando las tropas británicas mataron a 13 civiles en Derry.

Los Disturbios

Después del Domingo Sangriento, el IRA declaró la guerra al Reino Unido. Aunque seguía con sus atentados en Irlanda del Norte, también empezó a operar en Gran Bretaña, con víctimas inocentes y la oposición de ciudadanos y partidos de ambos bandos del conflicto. Entretanto, los paramilitares unionistas comenzaron una campaña contra los católicos. La tensión alcanzó su punto álgido en 1981, cuando los prisioneros republicanos de Irlanda del Norte, en huelga de hambre, exigieron el reconocimiento como presos políticos. Entre los 10 que murieron estaba el parlamentario Bobby Sands.

Las aguas se enturbiaron aún más cuando toda una suerte de partidos se dividió en subgrupos con distintas agendas políticas. El IRA pasó a tener dos alas, la “oficial” y la “provisional”, de las que nacieron organizaciones republicanas aún más extremistas, como el Ejército de Liberación Nacional Irlandés. Como respuesta al IRA surgieron numerosas organizaciones paramilitares protestantes y unionistas. La tónica general era responder a la violencia con violencia.

Propuestas de paz

A principios de la década de 1990 los republicanos tenían claro que la lucha armada era una política ruinosa. La de Irlanda del Norte era una sociedad transformada: la mayoría de las injusticias que desataron el conflicto a finales de la década de 1960 se habían rectificado y buena parte de la ciudadanía anhelaba el final de las hostilidades. Una serie de declaraciones negociadas entre unionistas, nacionalistas y los Gobiernos británico e irlandés, con la mediación, entre otros, de George Mitchell, enviado especial de Bill Clinton a Irlanda del Norte, condujo al histórico Acuerdo de Viernes Santo de 1998.

El acuerdo exigía que el poder legislativo pasara de Westminster (donde estaba desde 1972) a la nueva Asamblea de Irlanda del Norte, pero las posturas bloqueadas, el desacuerdo, el sectarismo y la cerrazón de ambos bandos ralentizó el progreso, y la Asamblea se suspendió hasta cuatro veces (la última entre octubre del 2002 y mayo del 2007).

En ese período, la política de Irlanda del Norte se polarizó drásticamente, lo que provocó el hundimiento del moderado UUP y la aparición del DUP, con una línea más dura, dirigido por Ian Paisley. En el bando nacionalista se vivió el auge de la rama política del IRA, el Sinn Féin, como principal estandarte de las aspiraciones nacionalistas, liderado por Gerry Adams y Martin McGuinness.

Una nueva Irlanda del Norte

El DUP y el Sinn Féin, que no querían ceder nada, se enrocaron en cuestiones clave como el desmantelamiento de los arsenales del IRA y la identidad y composición del nuevo cuerpo de policía creado para sustituir al RUC. Paisley y los unionistas hacían cada vez más demandas a los organismos encargados del desmantelamiento (pruebas fotográficas, testigos unionistas…) y se negaban a aceptar nada que no fuese una rendición abierta y total del IRA. El Sinn Féin se negó a unirse al comité político que controlaba las Fuerzas Policiales de Irlanda del Norte (PSNI), sin alterar lo más mínimo su política de no cooperación con las fuerzas de seguridad.

Sin embargo, el IRA acabó por deshacerse de todas sus armas y el Sinn Féin aceptó sumarse al comité político. El DUP abandonó su intransigencia con sus antiguos enemigos republicanos y ambos bandos se dispusieron a gobernar una provincia cuyas necesidades imperiosas llevaban tiempo relegadas por el sectarismo. La prueba de que Irlanda del Norte por fin había logrado algo de normalidad llegó en las elecciones a la Asamblea del 2011, que confirmaban al DUP y al Sinn Féin como los dos principales partidos y les daban luz verde para seguir por esa senda.

Pero las antiguas enemistades tardan en olvidarse: el asesinato de Ronan Kerr, un joven agente del PSNI, en abril del 2011, supuso un amargo recuerdo de la historia violenta de la provincia. No obstante, incluso en ese clima de tragedia se sentía que algo fundamental había cambiado: Kerr era un miembro católico de un cuerpo policial que había hecho mucho por rechazar su tradicional sesgo protestante, y los dos bandos condenaron su asesinato. Quizá lo más revelador fue la presencia del primer ministro Peter Robinson en el funeral: era la primera vez que acudía a una misa de réquiem católica.

 

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