El destino puso a Turquía en la unión de dos continentes. Puente de tierra, punto de encuentro y campo de batalla, ha visto a todo tipo de gentes –místicos, comerciantes, nómadas y conquistadores– ir de Europa a Asia, y viceversa, desde tiempos inmemoriales. Muchos dejaron su huella en el paisaje, en forma de castillos bizantinos, ruinas griegas y romanas, caravasares selyúcidas y palacios otomanos. El gran libro de historia de Turquía está repleto de acontecimientos, culturas y personas de gran relevancia e interés.
Los descubrimientos arqueológicos indican que Anatolia (la zona asiática de Turquía) estuvo habitada por cazadores-recolectores durante el Paleolítico. El hombre neolítico talló los pilares de piedra de Göbekli Tepe hacia el 9500 a.C. Sobre el 7000 a.C. algunos formaron asentamientos; Çatalhöyük apareció alrededor del 6500 a.C. Tal vez, la primera ciudad conocida fuera un centro urbano cuyos habitantes crearon una singular cerámica. Sus restos se pueden ver en el Museo de las Civilizaciones Anatolias de Ankara (p. 409).
Durante el Calcolítico, las comunidades del sureste absorbieron las influencias mesopotámicas, entre ellas el uso de herramientas de metal. Por toda Anatolia fueron surgiendo e interactuando comunidades cada vez mayores.
Hacia el 3000 a.C. los avances metalúrgicos condujeron a la creación de varios reinos. Uno de ellos estaba en Alacahöyük, en plena Anatolia, aunque mostraba influencia caucásica, prueba del comercio desarrollado más allá de la meseta.
El comercio también aumentaba en la costa occidental, pues Troya comerciaba con las islas del Egeo y con la Grecia continental. Hacia el 2000 a.C., grupos protohititas fundaron su capital en Kanesh, cerca de Kayseri, y dominaron una red de comunidades dedicadas al comercio. Es entonces cuando comienza la historia de Anatolia: las tablillas de arcilla proporcionan documentos escritos con fechas, acontecimientos y nombres. La interacción cultural, el comercio y la guerra se convertirían en elementos recurrentes de la historia de Anatolia.
El pueblo protohitita pronto se debilitó y los hititas absorbieron sus territorios. Desde Alacahöyük, trasladaron su capital a Hattuşa (cerca de la actual Boğazkale) alrededor del 1800 a.C.
El legado hitita estuvo formado por su capital, sus archivos y sus singulares estilos artísticos. Hacia el 1450 a.C., tras repetidos enfrentamientos internos, comenzó a expandir sus dominios. Los hititas fueron guerreros, pero mostraron otros rasgos imperiales, gobernaron estados vasallos sin por ello dejar de mostrar una inclinación a la diplomacia. Esto no les impidió invadir Egipto en el 1298 a.C., pero sí les permitió firmar la paz con el derrotado Ramsés II casándolo con una princesa hitita.
El Imperio hitita se vio atacado en años sucesivos por los principados sometidos, como Troya, y finalmente fue invadido por los llamados “pueblos del mar”, procedentes de las costas de Grecia, que ya fundían hierro. Los hititas sin salida al mar perdieron posiciones durante una era de floreciente comercio marítimo, además de no disponer de la última y revolucionaria tecnología: las armas de hierro.
Mientras tanto, una nueva dinastía hacía de Troya la nueva potencia de la región. Los troyanos fueron a su vez hostigados por los griegos, lo que originó la Guerra de Troya en el 1250 a.C. Ello permitió respirar a los hititas, aunque pronto llegaría su fin. Algunos núcleos de cultura hitita persistieron. Las posteriores ciudades-Estado favorecieron una cultura neohitita y sirvieron de conducto para que la religión y el arte mesopotámicos llegaran a Grecia.
La Anatolia poshitita era un mosaico de pueblo. Al este, los urarteos fundaron un reino cerca del lago Van. En el s. VIII a.C., los frigios llegaron al oeste de Anatolia. Durante el reinado de Gordias, famoso por el nudo gordiano, establecieron su capital en Gordion y su poder llegó a la cúspide durante el reinado de Midas; culminó en el 725 a.C., al ser arrasado el reino por la caballería cimeria.
En la costa suroeste, los licios crearon una confederación de ciudades-Estado que se extendía desde la actual Fethiye hasta Antalya. En el interior, los lidios dominaron el oeste de Anatolia desde su capital en Sardis y acuñaron la primera moneda.
Mientras tanto, las colonias griegas proliferaban en la costa mediterránea, y su cultura se infiltraba en Anatolia. Casi todos los pueblos de Anatolia tenían una clara influencia e incluso origen griego: el rey Midas de Frigia tenía una esposa griega; los licios tomaron prestada la leyenda de la Quimera; y el arte lidio era una amalgama de formas artísticas griegas y persas. Parece ser que, en algunos casos, la admiración fue mutua, pues los licios fueron el único pueblo anatolio que los griegos no calificaron de bárbaro; impresionados por la riqueza de Creso, rey de Lidia, los griegos acuñaron la expresión “rico como Creso”.
La gran influencia helénica no pasó desapercibida. Ciro, el emperador de Persia, no toleraba esto en su jardín trasero. Realizó una invasión en el 547 a.C., primero derrotando a los lidios para luego extender su control al Egeo. Bajo el mando de los emperadores Darío I y Jerjes, los persas contuvieron la expansión de las colonias griegas costeras. También consiguieron someter el interior, poniendo fin a la era de los reinos anatolios.
Sin embargo, dirigir Anatolia a través de sátrapas locales no fue fácil para los persas. Debían hacer frente periódicamente a los belicosos anatolios, azuzados por las ciudades griegas, como sucedió en el alzamiento de la ciudad jonia de Mileto en el 494 a.C. La sublevación, supuestamente fomentada desde Atenas, fue sofocada bruscamente. Los persas intentaron invadir Grecia por primera vez, pero fueron derrotados por una coalición, dirigida por Atenas, en la batalla de Maratón.
El control persa sobre Anatolia se prolongó, en un continuo tira y afloja con Grecia, hasta el 334 a.C., cuando Alejandro Magno y sus tropas cruzaron el Helesponto para liberar Anatolia del yugo persa; bajaron por la costa y arrollaron a los persas cerca de Troya, para luego proseguir hasta Sardes, que se rindió inmediatamente. Tras sitiar y tomar Halicarnaso (la actual Bodrum), viraron al este y aniquilaron a un nuevo ejército persa en la llanura de Cilicia.
Alejandro era más un conquistador que un forjador de naciones. Cuando murió sin sucesión, su imperio acabó dividido tras varias guerras civiles. No obstante, si la intención de Alejandro fue limpiar Anatolia de la influencia persa e introducirla en la esfera griega, lo consiguió de manera grandiosa. Gracias al ejército de Alejandro la helenización fue continuada, culminando un proceso comenzado siglos atrás. Una formidable red de comunidades comerciales se extendió por toda Anatolia. La más notable fue Pérgamo (actual Bergama), cuyos reyes eran grandes guerreros y mecenas del arte. El más grande de ellos fue Eumenes II, que construyó gran parte de lo que queda de la acrópolis de Pérgamo. Tan importante como la construcción de templos y acueductos fue la difusión gradual de la lengua griega, que finalmente provocó la extinción de las lenguas anatolias autóctonas.
El crisol de culturas anatolias continuó generando varios reinos, casi todos pasajeros. En el 279 a.C. irrumpieron los galos y fundaron el reino de Galacia, con capital en Ankyra (Ankara). Al noreste, Mitrídates creó el reino del Ponto, con capital en Amasya, y los armenios, desde la región del lago Van, se reafirmaron en el poder tras haber conseguido cierta autonomía en época de Alejandro.
Mientras, los cada vez más fuertes romanos, asentados al otro lado del Egeo, habían puesto su mirada en las ricas redes comerciales de Anatolia.
Las legiones romanas bajo el mando de Escipión derrotaron a los ejércitos del rey selyúcida Eumenes II en Magnesia (Manisa) en el 190 a.C., y Pérgamo, la mayor ciudad posalejandrina, se convirtió en cabeza de puente para la toma de Anatolia, sobre todo después de la muerte de Atalo III, que legó la ciudad a Roma. En el 129 a.C. Éfeso se convirtió en capital de la provincia romana de Asia; en 60 años más los romanos habían extendido su gobierno hasta las lindes de la misma Persia.
Pero, con el tiempo, el poderío romano se fue disipando. A finales del s. III Diocleciano trató de estabilizar el imperio dividiéndolo en dos unidades administrativas: oriental y occidental; también procuró eliminar el cristianismo, pero ambos intentos fallaron. La incipiente religión cristiana se extendió, si bien en la clandestinidad y con una intermitente persecución. La tradición cuenta que san Juan se retiró a Éfeso para escribir su Evangelio, llevándose a María con él. El infatigable san Pablo sacó el máximo partido a las calzadas romanas, recorriendo toda Anatolia para predicar la nueva religión. Mientras, las reformas de Diocleciano dieron lugar a una guerra civil, que ganó Constantino. Responsable de autorizar el cristianismo en los dominios romanos, se decía que Constantino había sido guiado por ángeles para construir una nueva Roma en la antigua ciudad de Bizancio. La ciudad llegó a conocerse como Constantinopla (la actual Estambul). En su lecho de muerte, el emperador fue bautizado y, a finales de siglo, el cristianismo se había convertido en la religión oficial del imperio.
La gobernabilidad del Imperio romano no mejoró con la nueva capital de Constantinopla y, tras la muerte de Teodosio [379-395], que lo dirigió con mano firme, se dividió. La mitad occidental (romana) sucumbió a la decadencia y a las invasiones bárbaras. La mitad oriental (bizantina) prosperó adoptando el cristianismo y la lengua griega.
Con Justiniano [527-565], Bizancio asumió el manto del imperialismo que había sido característico de Roma. Construyó Hagia Sophia (Santa Sofía), codificó el derecho romano y amplió los límites del nuevo imperio incorporando el sur de España, el norte de África e Italia. Fue entonces cuando Bizancio se convirtió en entidad independiente de Roma, aunque el vínculo sentimental con la grandeza romana persistió: los bizantinos grecoparlantes aún se consideraban romanos, y más tarde los turcos les llamarían rum. Sin embargo, la ambición de Justiniano agobió al imperio. Tribus invasoras eslavas limitaron la expansión.
Posteriormente, la lucha con Persia, su eterno rival, debilitó aún más a Bizancio, dejando Anatolia oriental a expensas del ataque de los ejércitos de Arabia; los árabes tomaron Ankara en el 654 y hacia el 669 ya tenían sitiada Constantinopla. Eran un pueblo nuevo que traía un nuevo idioma y una nueva religión: el islam.
El frente occidental sufría a su vez las invasiones de godos y lombardos; en el s. viii, Bizancio había retrocedido a los Balcanes y Anatolia. El imperio decayó hasta que Basilio subió al trono en el 867 apuntándose victorias contra el Egipto islámico, los búlgaros y Rusia. Basilio II [976-1025] se ganó el apodo de “Matador de Búlgaros” tras sacarle los ojos a 14 000 prisioneros de guerra de esa nacionalidad. Cuando murió, el imperio echó de menos a alguien de su carácter y la era de la expansión bizantina llegó a su fin.
Desde aproximadamente el s. VIII, grupos nómadas turcomanos venían desplazándose hacia el oeste desde Asia central, enfrentándose a los persas y convirtiéndose al islam. Vigorosos y marciales, los turcos engulleron partes del Imperio abasí y construyeron su propio reino en tierras de la antigua Persia. Tuğrul, del clan de los selyúcidas, fue nombrado sultán en Bagdad, desde donde comenzó el ataque contra el territorio bizantino. En el 1071, el hijo de Tuğrul, Alp Arslan, derrotó al ejército bizantino en Manzikert. La ágil caballería turca prevaleció, dejando Anatolia a merced del nuevo poder e iniciando la caída del Imperio bizantino.
Sin embargo, no todo se puso a favor de los selyúcidas. Durante los ss. xii y xiii se produjeron incursiones de los cruzados, que fundaron asentamientos temporales en Antioquía (Antakya) y Edesa (Şanlıurfa). En paralelo, un ejército de cruzados rebeldes saqueó Constantinopla, capital de los bizantinos, aparentemente aliados de los cruzados. Mientras, los selyúcidas sucumbían a sus propias luchas internas por el poder, que acabarían por fragmentar su imperio.
El legado selyúcida persistió en Anatolia con el sultanato de Rum, cuyo centro era Konya. Celaleddin Rumi, el místico sufí que fundó la orden mevleví de los derviches giróvagos, es un ejemplo del desarrollo cultural y artístico alcanzado en Konya. Aunque, étnicamente turcos, los selyúcidas habían recibido una gran influencia de la cultura y arte persas. Introdujeron las alfombras de lana en Anatolia y su arquitectura, aún visible en Erzurum, Divriği, Amasya y Sivas. Estos edificios fueron las primeras expresiones de arte realmente islámico en Anatolia, y se convertirían en los prototipos del arte otomano.
Los descendientes mongoles de Genghis Khan atravesaron Anatolia, derrotando a los selyúcidas en Köse Dağ en 1243. Anatolia se dividió en un mosaico de beyliks (principados) turcos, pero en 1300 un único bey (gobernante) turco, Osmán, estableció una dinastía que pronto daría mucho que hablar.
Los ejércitos de Osmán se movían por las tierras fronterizas entre Bizancio y el territorio selyúcida. En una era marcada por el caos, ofrecían una fortaleza que atrajo a legiones de seguidores y, muy pronto, establecieron un modelo administrativo y militar que les permitió expandirse. Desde un principio, asumieron las culturas anatolias para crear la suya propia como una amalgama de elementos griegos, turcos, islámicos y cristianos.
Aparentemente invencibles, los otomanos avanzaron hacia el oeste y establecieron una primera capital en Bursa, para cruzar después hacia Europa y tomar en 1362 Adrianópolis (la actual Edirne). En 1371 ya habían llegado al Adriático y en 1389 derrotaron a los serbios en Kosovo Polje, haciéndose con el control de los Balcanes.
Allí encontraron una afianzada comunidad cristiana, a la que absorber hábilmente aplicando el sistema de millet, que reconocía oficialmente a las comunidades minoritarias y les permitía gobernar sus asuntos internos. No obstante, el sultán Beyazıt aplastó a los ejércitos de la última Cruzada en Nicópolis (Bulgaria) en 1396. Pero Beyazıt, que quizá pensó que a partir de entonces contaría todas sus batallas por victorias, también provocó a Tamerlán, el señor de la guerra tártaro; fue capturado, su ejército derrotado y el incipiente Imperio otomano sufrió un brusco frenazo en su expansión.
El polvo se posó lentamente tras la humillante derrota de Beyazıt a manos de Tamerlán. Los hijos de aquel lucharon por el poder hasta que apareció Mehmet I y los otomanos volvieron a expandirse. Con renovado impulso se hicieron con el resto de Anatolia, arrasaron Grecia, hicieron un primer intento en Constantinopla y derrotaron a los serbios por segunda vez.
Los otomanos habían resurgido cuando Mehmet II se convirtió en sultán en 1451. Constantinopla, último reducto bizantino, estaba rodeada por territorio otomano y Mehmet estaba decidido a conquistarla. Construyó una fortaleza en el Bósforo, impuso un bloqueo naval y reunió a su ejército. Los bizantinos pidieron ayuda a Europa; tras siete semanas de asedio, la ciudad cayó el 29 de mayo de 1453. La cristiandad tembló ante los aparentemente imparables otomanos, y serviles diplomáticos declararon a Mehmet, ahora conocido como Mehmet el Conquistador, digno sucesor de los primeros emperadores romanos y bizantinos.
El ejército otomano era imparable y alternaba campañas entre los límites oriental y occidental del imperio, expandiendo ambos. El cuerpo de jenízaros, compuesto por jóvenes cristianos que eran entrenados para combatir, convirtió a los otomanos en el único ejército permanente de Europa; eran rápidos y organizados.
Los sucesivos sultanes fueron expandiendo el reino. Selim I el Severo capturó Hiyaz en 1517 y, con ella, La Meca y Medina, por lo que reclamó el título de guardián de los lugares santos del islam. Aunque no todo era militarismo: Beyazıt II demostró el carácter multicultural del Imperio cuando en 1492 invitó a Estambul a los judíos expulsados de España.
La edad de oro tuvo lugar durante el reinado de Solimán I el Magnífico [1520-1566], que fue alabado por codificar el derecho otomano así como por sus proezas militares. Bajo su gobierno, los turcos celebraron victorias sobre los húngaros y se anexionaron la costa mediterránea de Argelia y Túnez. El código legislativo de Solimán era una visionaria amalgama de la ley secular y la islámica.
Solimán también es conocido por ser el primer sultán otomano en contraer matrimonio. Los sultanes anteriores habían disfrutado de los placeres del concubinato, pero él se enamoró de Roxelana y se casó con ella. Tristemente, la monogamia no consiguió la felicidad en el hogar: intrigas palaciegas provocaron la muerte de sus dos primeros hijos y la época de Roxelana fue conocida como “el sultanato de las mujeres”. Agotado, Solimán murió luchando en el Danubio en 1566.
Es difícil determinar cuándo o por qué se inició la decadencia del Imperio otomano, pero algunos historiadores señalan la muerte de Solimán como punto de inflexión. Los sultanes que le sucedieron no estaban a la altura. El hijo de Solimán y Roxelana, Selim, conocido despectivamente como “el Borracho”, reinó poco tiempo tras la catástrofe de Lepanto, que anunció el final de la supremacía naval otomana. Solimán fue el último sultán en llevar a su ejército a la lucha. Sus sucesores estaban atrapados en los placeres de palacio, tenían poca experiencia de la vida cotidiana y escasa inclinación por administrar el imperio. Esto, unido a la inercia inevitable de 250 años de expansión, supuso el declive del poderío militar turco.
El asedio de Viena en 1683 fue el último intento de expansión de los otomanos, pero fracasó. A partir de ahí empezó la cuesta abajo. El imperio era vasto y poderoso pero se estaba quedando atrás frente a Occidente en lo militar y lo científico. La campaña de Napoleón en Egipto en 1799 demostró que Europa estaba dispuesta a plantar cara a los otomanos. Mientras, los Habsburgo, en el centro de Europa, y los rusos eran cada vez más fuertes. Los otomanos, por su parte, seguían encerrados en sí mismos, desconocedores del cambio de los tiempos.
El nacionalismo, una idea importada desde Occidente, aceleró el declive otomano. Durante siglos, habían coexistido en relativa armonía diversos grupos étnicos, pero la creación de los Estados-nación en Europa desató el deseo de los pueblos sometidos de decidir su propio destino; así fue como se fueron separando las diversas piezas del puzle otomano. Grecia consiguió la independencia en 1830. En 1878 le siguieron Rumanía, Montenegro, Serbia y Bosnia.
Conforme el Imperio otomano se reducía, hubo inútiles intentos de reforma. En 1876, Abdülhamit II permitió la creación de la Constitución y el primer Parlamento, aunque aprovechó los sucesos de 1878 para abolirla y volverse cada vez más autoritario.
Pero la presión no venía solo de los pueblos sometidos: los turcos cultos también querían cambios. En Macedonia se creó el Comité para la Unión y el Progreso (CUP). Con mentalidad reformadora e influencia occidental, en 1908 el CUP, que se conocía como los “Jóvenes Turcos”, obligó a Abdülhamit a abdicar y restaurar la Constitución. Pero la alegría duró poco, pues en la Primera Guerra de los Balcanes, Bulgaria y Macedonia se zafaron del dominio otomano y las tropas búlgaras, griegas y serbias avanzaron rápidamente sobre Estambul.
El régimen otomano, otrora temido y respetado, acabó siendo conocido como “el enfermo de Europa”.
Los diplomáticos europeos tramaron para conseguir las partes más preciadas del imperio.
La crisis militar vio cómo tres paşas (generales) nacionalistas del CUP se hacían con el control del cada vez más pequeño imperio. Lograron hacer retroceder a la Liga Balcánica y salvar Estambul; después se aliaron con las potencias centrales de cara a la inminente guerra mundial. Como consecuencia, los otomanos tuvieron que esquivar las fuerzas de Occidente en múltiples frentes: Grecia en Tracia, Rusia en el noreste de Anatolia, Gran Bretaña en Arabia y una armada multinacional en Galípoli. Fue durante esta confusión cuando se desató la tragedia armenia.
Al final de la I Guerra Mundial los turcos estaban sumidos en el caos. Los franceses, los italianos, los griegos y los armenios, con apoyo ruso, controlaban partes de Anatolia. El Tratado de Sèvres de 1920 significó el desmembramiento del imperio y dejó a los turcos con tan solo un reducto de árida estepa. El triunfalismo europeo no contaba con la violenta reacción turca, pero así fue: se desarrolló un movimiento nacionalista impulsado por la humillación de Sèvres. Al frente estaba Mustafa Kemal, el victorioso vencedor de Galípoli, que comenzó a organizar la resistencia y estableció una asamblea nacional en Ankara.
Mientras, una fuerza griega apareció en Esmirna. Los griegos vieron la oportunidad de llevar a cabo su megali idea (gran idea) de reestablecer sus seculares dominios en la zona. Se hicieron con Bursa y Edirne. Esta fue la excusa que necesitaba Mustafa Kemal para impulsar el levantamiento turco. Tras unas escaramuzas iniciales en İnönü, los griegos presionaron en dirección a Ankara, pero la decidida resistencia turca les frenó en la batalla de Sakarya. Los dos ejércitos volvieron a encontrarse en Dumlupınar, donde los turcos asestaron una gran derrota a los griegos, que se batieron en retirada hacia Esmirna y desde ahí fueron expulsados de Anatolia.
Mustafa Kemal se convirtió en el héroe del pueblo turco, materializando el sueño de los Jóvenes Turcos: crear una moderna nación-Estado turca. El Tratado de Lausana de 1923 enmendó las humillaciones del de Sèvres e impuso la retirada de las potencias extranjeras de Turquía. Se trazaron así las fronteras del moderno Estado turco.
Los turcos consolidaron Ankara como capital y abolieron el sultanato; Mustafa Kemal asumió la recién creada presidencia de la república secular. Más tarde se le daría el sobrenombre de Atatürk, literalmente, “padre de los turcos”. La energía de Kemal parecía no tener límites: quería ver a Turquía situada entre los países más modernos y desarrollados de Europa.
Pero el país estaba devastado tras años de guerras, así que se necesitaba mano firme, la de Atatürk y su despotismo ilustrado, que creó instituciones democráticas pero sin permitir apenas oposición para asegurar la superación de los conflictos y la mejora de su pueblo. Con todo, un aspecto del proyecto de Kemal tendría graves consecuencias: la insistencia en que la nación fuera únicamente turca. Alentar la unidad nacional era lógico tras los movimientos separatistas nacionales que habían hostigado al Imperio otomano, pero con ello se denegaba la existencia cultural de griegos, kurdos y otras minorías. Como era de esperar, años más tarde estalló una revuelta kurda, la primera de las innumerables que surgirían a lo largo del s. XX.
El deseo de crear naciones-Estado homogéneas en el Egeo provocó intercambios de población: las comunidades grecoparlantes de Anatolia fueron enviadas a Grecia, mientras que los residentes musulmanes de Grecia se trasladaron a Turquía. Estos intercambios forzosos causaron graves trastornos y la aparición de pueblos fantasma como Kayaköy (Karmylassos). Fue una maniobra pensada para evitar la violencia étnica, pero también un episodio lúgubre al poner trabas al desarrollo del nuevo Estado. Turquía se encontró sin gran parte de la élite culta de la sociedad otomana, pues muchos de sus miembros eran griegos.
La visión de Atatürk cambió totalmente la imagen del Estado turco. Todo, desde la forma de cubrirse la cabeza hasta el lenguaje era escrutado y, en su caso, reformado. Turquía adoptó el calendario gregoriano (como Occidente), reformó su alfabeto (adoptando el alfabeto romano), estandarizó el idioma, ilegalizó el fez, instauró el sufragio universal y decretó que los turcos debían tener apellidos al modo europeo. Cuando murió, en noviembre de 1938, Atatürk había conseguido ganarse el nombre con creces, creando el Estado turco y llevándolo a la modernidad.
Pese a que las reformas avanzaban con rapidez, Turquía seguía siendo un país débil económica y militarmente, y el sucesor de Atatürk, İsmet İnönü, evitó implicarse en la II Guerra Mundial. Una vez finalizada esta, Turquía pasó a ser aliada de EE UU. Como baluarte contra los soviéticos, adquirió importancia estratégica y recibió la ayuda estadounidense. La nueva amistad se cimentó con la participación turca en la Guerra de Corea y la entrada del país en la OTAN.
Mientras, las reformas democráticas cobraban impulso. En 1950 el Partido Democrático llegó al poder. Gobernando durante una década, los demócratas no hicieron honor a su nombre y se volvieron cada vez más autócratas. El ejército intervino en 1960 y los destituyó. El Gobierno militar duró poco, pero permitió la liberalización de la Constitución y sentó las bases para las décadas futuras. Los militares se consideraban guardianes del proyecto de Atatürk, por lo que se sentían obligados a intervenir para asegurar que la república siguiera la trayectoria correcta.
En las décadas de 1960 y 1970 nacieron nuevos partidos políticos de todas las tendencias, pero la profusión no hizo que la democracia fuese robusta. A finales de la década de 1960, se registró un activismo de izquierdas y una violencia política que llevaron a un desplazamiento de los partidos de centro hacia la derecha. El ejército volvió a entrar en escena en 1971 y no se restituyó el poder civil hasta 1973.
El caos político se prolongó durante la década de 1970, de forma que, en 1980, los militares tomaron otra vez el poder para restablecer el orden. Lo hicieron a través del nuevo y temido Consejo de Seguridad Nacional, aunque en 1983 permitieron la celebración de elecciones. Por primera vez en décadas, se registró un resultado satisfactorio. Turgut Özal, líder del Partido de la Madre Patria (ANAP), consiguió la mayoría y puso de nuevo en marcha el país. Özal, astuto economista proislámico, impulsó importantes reformas económicas y legislativas que permitieron a Turquía alcanzar un buen nivel internacional y plantar la semilla para su futuro desarrollo.
En 1991, Turquía apoyó la invasión aliada de Irak y Özal permitió ataques aéreos desde bases del sur de Anatolia. Con ello, después de décadas de aislamiento, el país reafirmó su posición en la comunidad internacional y como importante aliado de EE UU. Al final de la Guerra del Golfo millones de kurdos iraquíes huyeron hacia Anatolia. El éxodo captó la atención de los medios de comunicación internacionales y dio a conocer el problema kurdo, lo que se tradujo en el establecimiento de un “refugio” kurdo en el norte de Irak. A su vez, ello alentó al Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), que puso en marcha una violenta campaña para lograr la creación de un Estado kurdo independiente. El ejército turco respondió con mano de hierro y el sureste acabó sufriendo una guerra civil.
Turgut Özal murió repentinamente en 1993 dejando un vacío de poder. A lo largo de toda la década, se sucedieron débiles gobiernos de coalición, con personajes que desaparecían pronto del escenario político. Tansu Çiller fue la primera mujer en convertirse en primer ministro de Turquía, pero a pesar de las altas expectativas, no consiguió resolver los problemas.
En diciembre de 1995 el islamista Partido del Bienestar (RP) formó Gobierno, con el veterano Necmettin Erbakan a la cabeza. Embriagados de poder, los políticos del RP hicieron unas declaraciones islamistas que provocaron la ira del ejército. En 1997, los militares declararon que el RP había cometido desacato contra la Constitución, que prohibía el uso de la religión en política. Enfrentado a lo que se llamó un “golpe posmoderno”, el Gobierno dimitió y la Refah se disolvió.
La captura de Abdullah Öcalan, el líder del PKK, a principios de 1999 pareció un buen augurio tras la terrible década de 1990. Su arresto ofrecía la oportunidad (aún no conseguida) de arreglar la cuestión kurda. Ese mismo año, unos espantosos terremotos destrozaron İzmit, acabando con cualquier tipo de optimismo. El Gobierno gestionó muy mal la crisis, pero la simpatía y colaboración mundial ayudaron a que los turcos se convenciesen de que son miembros importantes de la comunidad internacional.
Con el nuevo milenio nació una nueva fuerza política: el Partido de la Justicia y el Desarrollo de Recep Tayyip (AKP) consiguió el poder en el 2002, anunciando reformas sociales en la estela de las mejoras de las condiciones económicas. Con raíces islámicas, el AKP buscó la entrada de Turquía en la UE y el fin de la presencia militar en el panorama político.
Gran parte del apoyo del AKP surgió en las prósperas ciudades de Anatolia. Las ciudades del interior estaban experimentado un crecimiento económico, prueba de que los proyectos de modernización y desarrollo económico estaban finalmente dando sus frutos. De hecho, la economía turca no deja de crecer, con un aumento anual sostenido del PIB, incluso durante la crisis financiera mundial del 2008, por lo que muchos turcos se sienten aliviados de no formar parte de la UE, y haber evitado la situación económica que sufre Grecia.
El AKP adoptó una nueva dirección en política internacional, intentando restablecer las relaciones con sus vecinos cercanos, una política modestamente exitosa hasta la guerra civil de Siria en el 2012. En política nacional, el AKP ha intentado reducir la intervención militar en la política y ha iniciado trámites para arreglar problemas enquistados como los derechos de las minorías, la cuestión kurda, las malas relaciones con Armenia y el reconocimiento de los derechos de los alevíes, una minoría musulmana de Anatolia. Pero de momento no se vislumbran soluciones a largo plazo. El AKP también se ha ganado críticas, tanto en el país como en el extranjero, especialmente por limitar la libertad de prensa, incluidas las redes sociales. Otros sostienen que su filosofía política islámica está restringiendo libertades sociales como beber alcohol. Los grandes proyectos del primer ministro Erdoğan, como el de excavar un canal entre el mar Negro y el de Mármara o la construcción de la mayor mezquita del mundo en Çamlıca, Estambul, también levantan suspicacias.
Estas polémicas provocan posiciones extremas. Los turcos están o totalmente a favor o absolutamente en contra del AKP y su programa, lo que crea una sociedad polarizada. Aun así, no cabe duda de que Turquía está en continuo movimiento.