Este crisol de rumanos, húngaros, alemanes y romaníes ha sido constantemente invadido y ocupado. El nombre de “Rumanía” no incluía Valaquia ni Moldavia hasta 1859; es más, Transilvania fue parte del Imperio austrohúngaro hasta 1918. Comprender el pasado de Rumanía y los imperios y países vecinos que influyeron en ella es la mejor manera de familiarizarse con este país.
El territorio de la actual Rumanía estuvo habitado durante miles de años por varias tribus del Neolítico y la Edad de Bronce, como los cucuteni, que prosperaron del 6000 al 3500 a.C. y dejaron una hermosa cerámica.
Hacia el s. VII a.C., los griegos fundaron colonias comerciales por el mar Negro en Callatis (Mangalia), Tomis (Constanza) e Histria. En el s. I a.C., las tribus dacias constituyeron un estado liderado por el rey Burebista, para contrarrestar el poder del Imperio romano. El último monarca dacio, Decebal [87-106 d.C.], consolidó el estado pero fue incapaz de repeler los ataques del emperador Trajano entre los años 101 y 102 d.C., y Dacia terminó por convertirse en una provincia romana.
Los esclavistas romanos se mezclaron con las tribus conquistadas y el resultado fue el pueblo dacio-romano, que hablaba latín. Pero aquella gloria duró poco. Tras el aumento de los ataques godos en el año 271, el emperador Aurelio [270-275] decidió retirar las legiones romanas al sur del Danubio, con lo cual el dominio de Roma en la región no llegó a los 175 años. Los campesinos romanizados siguieron en Dacia y se mezclaron con los autóctonos, de ahí el legado romano de los rumanos modernos.
Entre los ss. IV y X llegaron pueblos migrantes, entre ellos godos, hunos, avaros, eslavos, búlgaros y magiares, que dejaron su impronta en la cultura, el idioma y la genética locales. En el s. X surgió un sistema feudal fragmentario controlado por una clase militar. A partir de entonces, los magiares (húngaros) se expandieron por Transilvania, y hacia el s. XIII, la región ya era un principado autónomo bajo el control de la Corona húngara. Tras las incursiones tártaras en Transilvania en 1241 y 1242, el rey húngaro Bela IV persuadió a los sajones (alemanes) de que se asentaran en Transilvania con regalo de tierras e incentivos fiscales. También concedió a los székelys –un grupo étnico húngaro que había emigrado a la región– autonomía a cambio de su apoyo militar.
En el s. XIV, el príncipe Basarab I [1310-1352] logró unir varias formaciones políticas de la región al sur de los Cárpatos para instaurar el primer principado rumano: Valaquia, también llamado Ţara Românească (“País Rumano”). Aquellos campesinos pasaron a ser conocidos como valacos. Por entonces pasaba algo similar en las regiones oriental y septentrional de los Cárpatos, que terminaría por cristalizar en el segundo principado rumano: Moldavia. En principio, ambos principados sirvieron como zona de separación entre el reino de Hungría y el creciente Imperio otomano, aunque finalmente serían el núcleo del futuro Estado rumano. Se encontraban regidos por un príncipe que ejercía también de líder militar. La mayoría de los nobles eran húngaros y los campesinos, rumanos.
A lo largo de los ss. XIV y XV, Valaquia y Moldavia se resistieron a la expansión otomana hacia el norte. Mircea el Viejo (Mircea cel Bătrân; [1386-1418]), Vlad Ţepeş el Empalador [1448, 1456-1462, 1476] y Esteban el Grande (Ştefan cel Mare; [1457-1504]) se convirtieron en figuras legendarias a raíz de esta lucha. Cuando los turcos conquistaron Hungría en el s. XVI, Transilvania pasó a ser vasalla del Imperio otomano, pero mantuvo su autonomía gracias al pago de un tributo al sultán, lo mismo que Valaquia y Moldavia. En 1600, estos tres principados se unieron brevemente en Alba Iulia bajo el liderazgo de Miguel el Valiente (Mihai Viteazul [1593-1601]), quien poco después sería derrotado.
Tras la derrota de los turcos en la Batalla de Mohács en Hungría, en 1687, la región de Transilvania pasó a manos de los Habsburgo, mientras que buena parte de Valaquia y Moldavia permanecieron (con cierta autonomía) bajo el poder otomano.
El s. XVIII marcó el comienzo de la lucha de los rumanos transilvanos por su emancipación política. El campesinado rumano conformaba aproximadamente el 60% de la población, pero en buena medida seguía excluido de la vida política. En 1784, tres siervos llamados Horea, Cloşca y Crişan encabezaron una gran sublevación contra el dominio húngaro. El levantamiento fue sofocado y dos de sus instigadores, ejecutados. Pero no todo fue en vano: en 1785, el emperador Habsburgo José II abolió la servidumbre en Transilvania (por entonces húngara).
El s. XVII en Valaquia, bajo el reinado de Constantino Brancovan [1688-1714], fue un período de renacimiento cultural. En 1775, Bucovina, parte del territorio norte de Moldavia, fue anexionada por el Imperio austrohúngaro, y, en 1812, Rusia le arrebató el territorio oriental de Besarabia (gran parte del cual integra la actual República de Moldavia). Tras la guerra ruso-turca de 1828-1829, Valaquia y Moldavia se convirtieron en protectorados rusos, pese a, en teoría, pertenecer al Imperio otomano.
En el s. XIX, el Imperio austríaco, liderado por los Habsburgo, se vio amenazado desde su seno por el creciente poder de las naciones que lo integraban y, sobre todo, por los nacionalistas húngaros, que anhelaban un Estado propio. Para apaciguar los ánimos, los Habsburgo sellaron un acuerdo con los transilvanos, a quienes prometieron el reconocimiento de sus derechos nacionales a condición de que aunaran fuerzas contra los revolucionarios húngaros. Así pues, los rumanos de Transilvania lucharon contra los húngaros de la provincia y se vengaron de lo que consideraban siglos de maltrato. La intervención de Rusia terminó por resolver la cuestión a favor de los Habsburgo y puso fin a una insurrección salvaje.
Posteriormente, la región quedó bajo el mando directo del Imperio austrohúngaro desde Budapest, a lo que siguió una ‘magiarización’ despiadada: se estableció el húngaro como lengua oficial y se castigaba severamente a cualquier rumano que desafiara al régimen. Esta situación se prolongó, sin oposición, hasta el estallido de la I Guerra Mundial.
Por el contrario, Valaquia y Moldavia prosperaron. En 1859, con apoyo francés, Alejandro Juan Cuza fue elegido para ascender al trono, lo que dio lugar el 11 de diciembre de 1861 a la creación de los Principados Rumanos Unidos, rebautizados como Rumanía en 1862. Cuza, de talante reformista, tuvo que abdicar en 1866 tras un golpe militar, y fue sustituido por el príncipe prusiano Carlos I. Con la ayuda de Rusia, Rumanía declaró su independencia del Imperio otomano en 1877. En 1881 se proclamó Reino, y el 22 de mayo de 1881, Carlos I fue coronado primer rey de Rumanía.
Rumanía salió bastante beneficiada de la I Guerra Mundial. Pese a haber firmado una alianza secreta con el Imperio austrohúngaro en 1883, Rumanía empezó como país neutral. En 1916, tras recibir presiones de los aliados occidentales, el Gobierno rumano declaró la guerra al Imperio austrohúngaro, siendo el premio la anexión de Transilvania.
La derrota del Imperio austrohúngaro en 1918 allanó el camino para la creación de la Rumanía moderna. Por medio de acuerdos, el país consiguió anexionarse Besarabia (la región al este del río Prut perteneciente a Moldavia hasta 1812), así como la parte de Bucovina que había sido arrebatada por los austrohúngaros en 1775, una porción del Banato y, finalmente, Transilvania. Tras el fin de las hostilidades, Rumanía había más que duplicado su territorio y su población (de 7,5 a 16 millones de hab.). La adquisición de nuevas tierras se ratificó en 1920 en virtud del Tratado de Trianon, motivo tradicional de resquemores entre los húngaros.
En los años que precedieron a la II Guerra Mundial, Rumanía intentó aliarse con Francia y Gran Bretaña, y se unió a Yugoslavia y Checoslovaquia en lo que se conoció como la “Pequeña Entente”. Asimismo, firmó el Pacto de los Balcanes con Yugoslavia, Turquía y Grecia, y reestableció las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. Estas iniciativas se vieron socavadas por la política de apaciguamiento ante Hitler promovida por las potencias occidentales y por el propio Carlos II de Rumanía, sucesor de su padre, Fernando I. Los partidos de extrema derecha se opusieron a la creación de un régimen democrático, en particular la Liga Antisemita de la Defensa Nacional Cristiana, germen de la Legión de San Miguel Arcángel en 1927. Esta notoria facción disidente, más conocida como la Guardia de Hierro, de ideología fascista, estaba liderada por Corneliu Codreanu, y hacia 1935 dominaba el panorama político nacional.
Incapaz de manipular a las formaciones políticas, Carlos II declaró una dictadura monárquica en febrero de 1938. Todos los partidos se disolvieron y se aprobaron leyes para reducir el electorado a la mitad. Solo entre 1939 y 1940, Rumanía tuvo nueve gobiernos distintos. En 1939, Carlos II tomó medidas drásticas contra la Guardia de Hierro, a la que había apoyado desde 1937. Codreanu y otros 13 legionarios fueron arrestados, condenados a 10 años de prisión y, posteriormente, ajusticiados. Como represalia, miembros de la Guardia de Hierro asesinaron al primer ministro de Carlos II, Armand Călinescu, tras lo cual se produjo la matanza de 252 miembros de la organización fascista a manos de las fuerzas del monarca. A petición expresa del rey, sus cuerpos fueron expuestos en plazas públicas. Pese a todo, la disolución de la Guardia de Hierro no se produjo hasta la caída de las potencias del Eje, al acabar la II Guerra Mundial.
Rumanía, oficialmente aliada a Occidente, estuvo aislada tras la caída de Francia en mayo de 1940 y, en junio, a raíz del pacto de no agresión germano-soviético de 1939, la Gran Rumanía se desintegró. La Unión Soviética reocupó Besarabia. El 30 de agosto de 1940, el país fue obligado a ceder el norte de Transilvania a Hungría, aliada con los nazis, por orden de la Alemania nazi y la Italia fascista. En septiembre del mismo año, la Dobrogea meridional pasó a Bulgaria. Todo esto desencadenó una oleada de protestas populares. Carlos II se percató de que no podía aplacar la tensión social y, siguiendo el consejo de sus asesores, recurrió al mariscal general Ion Antonescu, quien, a fin de defender los intereses de las clases dirigentes, obligó a Carlos II a abdicar en favor de su hijo Miguel, de 19 años. A partir de entonces, Antonescu impuso una dictadura fascista, con su propia figura como conducător (caudillo).
En octubre de 1940 se permitió a las tropas nazis entrar en Rumanía y, en junio de 1941, Antonescu se unió a la guerra antisoviética de Hitler. Los resultados de esta alianza fueron atroces: más de 200 000 judíos rumanos (en su mayoría de la recién recuperada Besarabia) y 40 000 gitanos fueron deportados a campos transitorios en Transdniestr para su posterior exterminio. Tras la guerra, Antonescu fue entregado a las autoridades soviéticas, que le condenaron a muerte en una farsa de juicio.
Habida cuenta de que la guerra se volvía más catastrófica y el Ejército soviético avanzaba hacia las fronteras del país, el 23 de agosto de 1944 una oportunista Rumanía cambio de bando de nuevo, esta vez con la alianza entre Occidente y la Unión Soviética, tras haber capturado a los 53 159 alemanes destinados en el país y haber declarado la guerra a la Alemania nazi. Gracias a este golpe de efecto, Rumanía mantuvo su independencia y acortó la contienda. Hacia el 25 de octubre, tropas conjuntas rumanas y soviéticas expulsaron de Transilvania a las fuerzas húngaras y alemanas, lo que dejó este codiciado territorio nuevamente en manos rumanas. Pero el país lo pagó muy caro: unos 500 000 soldados rumanos cayeron al lado del Eje y otros 170 000, tras unirse a los Aliados.
De todos los países que participaron en el experimento comunista de la industrialización masiva en el s. XX, Rumanía y Rusia eran los dos peor preparados. Antes de 1945, el Partido Comunista de Rumanía apenas contaba con 1000 miembros. Su ascenso en la posguerra, que vio cómo el número de afiliados se disparaba hasta los 710 000 en 1947, se debió al respaldo de Moscú. La devolución de Transilvania, ideada por la Unión Soviética, reforzó enormemente el prestigio de los partidos de izquierdas, ganadores de las elecciones parlamentarias de noviembre de 1946. Un año después, el primer ministro Petru Groza obligó al rey Miguel a abdicar (supuestamente al apuntar a la reina madre con una pistola), se abolió la monarquía y se proclamó la República Popular de Rumanía. En 1948 se produjo la transición a la colectivización, el proceso mediante el cual la industria fue rediseñada a modo de granja estatal, y los campesinos despojados de sus tierras ancestrales y obligados a vivir en deshumanizados bloques de viviendas en ciudades.
Lo que siguió fue una época de terror en la que todos los líderes previos, intelectuales y disidentes fueron encarcelados o internados en campos de trabajo. Las cárceles más famosas fueron las de Piteşti, Gherla, Sighetu Marmaţiei y Aiud. Se nacionalizaron las empresas y, en 1953, se introdujo una nueva ortografía eslavizada para hacer desaparecer las raíces latinas del rumano, mientras que los nombres de las calles y las poblaciones se cambiaron para homenajear a las figuras soviéticas. Braşov, p. ej., fue rebautizada Oraşul Stalin. La lealtad de Rumanía a Moscú se prolongó hasta que las tropas soviéticas se retiraron en 1958, y después de 1960 el país adoptó una política exterior independiente bajo el mando de dos líderes comunistas ‘nacionales’ Gheorghe Gheorghiu-Dej, quien ejerció como tal de 1952 a 1965, y su protegido Nicolae Ceaucescu, en el poder de 1965 a 1989. En 1962, el estado comunista controlaba en Rumanía el 77% de la tierra.
Ceaucescu protagonizó una célebre negativa a ayudar a los soviéticos en su ‘intervención’ armada en Checoslovaquia en 1968; esa condena pública le situó como un inconformista a ojos del mundo occidental y le reportó más de 1000 millones de US$ de créditos en la década siguiente. Asimismo, cuando Rumanía condenó la invasión soviética de Afganistán y, pese al boicot encabezado por la Unión Soviética, participó en las Olimpiadas de Los Ángeles 1984, Ceaucescu fue condecorado por la reina Isabel de Inglaterra.
Es casi imposible imaginarse lo difícil que se volvió la vida durante los 25 años de dictadura de Ceaucescu. Se prohibió la libertad política, al igual que la de prensa (tener una máquina de escribir podía suponer la muerte). Los programas de televisión y radio giraban exclusivamente en torno al venerable líder, y el lavado de cerebro de la población llegaba hasta los colegios. En la década de 1980, en su intento de saldar una deuda externa de 10 000 millones de US$ e impresionar al mundo, Ceaucescu exportaba todos los alimentos que producía el país mientras su población debía racionar hasta lo más básico. Excepto los altos cargos del Partido, todo el mundo tenía que hacer cola durante 2 h para conseguir alimentos de primera necesidad, como leche y patatas, para luego llegar a casa y encontrarse con que no había electricidad por el ahorro energético.
Además de teléfonos pinchados y conversaciones grabadas, se imponían estrictos toques de queda. Pero pocas de las siniestras iniciativas del dictador fueron más aterradoras que la campaña pro-natalidad, ideada para aumentar la población activa de 23 a 30 millones. En 1966 se decretó que “El feto es propiedad de toda la sociedad…”. A los infractores se les imponía una tasa de celibato, con retenciones de hasta el 10% de su salario hasta que tuvieran descendencia. La tasa de natalidad previsiblemente se disparó, lo mismo que la de mortalidad infantil, que llegó a ser de casi el 10%. Las mujeres menores de 45 años eran acorraladas en sus lugares de trabajo y examinadas en busca de signos de preñez (en presencia de la conocida como “policía menstrual”). Muchas huyeron a Hungría, dejando tras de sí un legado de millones de huérfanos hambrientos.
La Securitate (policía secreta), el principal instrumento de Ceaucescu, gobernaba con mano de hierro, provocando la paranoia y el miedo, aplicando la tortura y amenazando con poner a la gente en su temida “lista negra”. Según cálculos aproximados, una de cada 30 personas había sido reclutada por la Securitate en la década de 1980, muchas de ellas niños; no es de extrañar, pues, que muchos rumanos no confiaban ni en sus familiares. En marzo de 1987, Ceausescu se embarcó en la “sistematización”, un programa de urbanización rural que provocó la aniquilación de 8000 pueblos (en su mayoría en Transilvania) y la reubicación de sus habitantes (predominantemente húngaros) en horribles bloques de viviendas.
A finales de 1989, mientras el mundo contemplaba la caída de un régimen comunista tras otro, parecía solo cuestión de tiempo que le llegara el turno a Rumanía. Pero la Revolución rumana se llevó a cabo con pasión e intensidad latinas: de todos los países del bloque soviético, fue el único donde la transición del gobierno implicó la ejecución del líder anterior. Los acontecimientos se precipitaron el 15 de diciembre de 1989, cuando el padre László Tökés condenó públicamente al dictador desde su iglesia húngara de Timişoara, instando a la Iglesia reformada de Rumanía a derrocarle. Fueron en vano los intentos de la policía por detener a los feligreses que se manifestaban y, en cuestión de días, la agitación se había extendido por toda la ciudad, con un balance de 115 muertos. Ceaucescu aplicó la ley marcial en el barrio de Timiş y desplegó tropas para sofocar la revuelta. El momento decisivo tuvo lugar el 19 de diciembre, cuando el Ejército se puso del lado de los manifestantes en Timişoara.
El 21 de diciembre, opositores a Ceaucescu interrumpieron en Bucarest un discurso de este ante manifestantes afines con abucheos y al grito de “¡Timişoara!”. Este momento suele considerarse un punto de inflexión clave en la historia del país: los opositores se retiraron a un gran bulevar entre Piaţa Universităţii y Piaţa Romană y, 2 h después, fueron atacados por la policía. Empapados por el agua de las mangueras, levantaron barricadas ante la mirada de la prensa occidental que se hallaba en el cercano Hotel Inter-Continental. A las 23.00, la policía comenzó el asalto con un tanque al frente, y al anochecer, la plaza se encontraba limpia de desperdicios y de cadáveres de insurrectos. Los cálculos varían, pero como mínimo fueron asesinadas 1033 personas.
A la mañana siguiente, miles de manifestantes tomaron las calles y se decretó el Estado de emergencia. En torno al mediodía, Ceaucescu reapareció en el balcón de la sede del Comité Central para tratar de arengar a las masas, pero tuvo que huir en helicóptero. El matrimonio fue detenido cerca de Târgovişte y llevado a una base militar cercana. El 25 de diciembre fueron condenados por un tribunal anónimo y fusilados. En la televisión emitieron imágenes de sus apartamentos de lujo en las que podían verse balanzas de cocina de oro macizo y, en el dormitorio de Elena, hileras de zapatos tachonados de diamantes.
Aunque estos acontecimientos respondían a las características de una revuelta popular, muchos estudiosos sostienen que fueron consecuencia de un golpe de Estado, pues el Partido Comunista, cansado de acceder a las exigencias de Ceaucescu, llevaba meses planeando su deposición. Tras la caída del dictador, enseguida ascendieron al poder miembros de la cúpula comunista, que se autodenominaron “Frente de Salvación Nacional” (FSN). Así pues, no fue hasta el 2004 que el país estuvo gobernado por un presidente que no hubiera sido antes alto cargo del Partido Comunista.
El futuro se antojaba muy incierto en los turbulentos años inmediatamente posteriores a la Revolución de 1989. El FNS no tardó en ponerse al frente del país. En mayo de 1990 ganó las primeras elecciones democráticas desde 1946, elevando a la presidencia a Ion Iliescu, miembro del PC desde los 14 años. Se produjeron protestas, pero Iliescu envió 20 000 mineros para reprimirlas violentamente. Pese a todo, fue reelegido en 1992 como líder de un Gobierno de coalición, esta vez bajo la bandera del Partido Socialdemócrata (PSD). Nuevos nombres, idénticas políticas: nada inducía a pensar en la reforma del mercado. En 1993 se retiraron los subsidios a la comida, el transporte y la energía, lo que propició el aumento de la inflación y el desempleo.
Iliescu fue destituido en las elecciones presidenciales de 1996 por una población empobrecida, que depositó su confianza en Emil Constantinescu, líder del partido de centro-derecha Convención Democrática de Rumanía (CDR). El Gobierno de corte reformista de Constantinescu situó entre sus prioridades la entrada del país en la OTAN y en la UE, junto con aceleradas reformas económicas estructurales, la lucha contra la corrupción y la mejora de las relaciones con los países vecinos, sobre todo Hungría.
Las elecciones de noviembre del 2000 estuvieron salpicadas por los escándalos y la corrupción. En mayo de ese año se desplomó el Fondo Nacional de Inversiones (FNI). Miles de inversores –en su mayoría jubilados que habían depositado los ahorros de toda su vida en los fondos del Gobierno– se echaron a la calle para pedir su dinero (47,4 millones de US$) dilapidado por el FNI.
Tras la negativa de Constantinescu a presentarse a las elecciones del 2000, Iliescu volvió a detentar la presidencia al frente del PSD, esta vez en un Gobierno en minoría con Adrian Nastase como primer ministro. Los comicios del 2004 estuvieron enturbiados por acusaciones de fraude electoral; se celebraron dos rondas de votaciones antes de que el político de centro-derecha y exalcalde de Bucarest Traian Băsescu se impusiera con el 51% de los votos. El líder del Partido Nacional Liberal (PNL), Călin Popescu-Tăriceanu, se convirtió en primer ministro y juró el cargo al consumarse una nueva colación que excluía al PSD.
El principal objetivo del Gobierno fue la integración del país en organismos internacionales, principalmente la UE. En el 2002, Rumanía fue invitada a formar parte de la OTAN, y en el 2007 finalmente se produjo su ingreso en la UE (junto con Bulgaria), tras retrasos relacionados con el historial del país en materia de crimen organizado, corrupción y deficiencias en seguridad alimentaria. Aun así, Bruselas continuó siendo un gran valedor de la causa rumana para su ingreso en la UE y ha concedido miles de millones de euros para mejorar sus infraestructuras, tejido empresarial y servicios sociales, y proteger su medio ambiente.
Băsescu renombró al líder del PDL, Emil Boc, primer ministro en diciembre del 2009, tras lo cual se formó un Gobierno de coalición entre los demócratas-liberales y la Unión Democrática de Húngaros en Rumanía (UDMR). Boc dimitió en el 2012 ante las protestas callejeras y la creciente presión de la oposición para lograr la convocatoria de elecciones anticipadas. Le siguió brevemente en el cargo Mihai Răzvan Ungureanu, posteriormente derrotado por Victor Ponta, líder del PSD, en coalición con el PNL.
La unión de Băsescu y Ponta fue pedregosa. Este último acusó al primero de vulnerar la Constitución, pues, según él, había presionado a los fiscales y abusado del control de los servicios secretos. Băsescu, a su vez, acusó a Ponta de organizar un golpe de Estado. En el verano del 2012, Ponta promovió la convocatoria de un referéndum para destituir a Băsescu. Pero fracasó, pues la participación fue inferior al 50%.
Ponta se vio sacudido por numerosos escándalos y. Băsescu se mantuvo en el cargo hasta el final de la legislatura, en el 2014. Ponta se presentó como su sucesor, pero fue derrotado por el candidato de centro-derecha, Klaus Iohannis. En cualquier caso, la carrera política de Ponta terminó al ser obligado a dimitir en el 2015 tras el incendio de la discoteca Colectiv en el que murieron más de 60 personas.
Iohannis, exalcalde de Sibiu de origen étnico alemán, basó su campaña en el tema de la lucha contra la corrupción y logró el apoyo abrumador de los jóvenes. Su primera medida fue lanzar una ambiciosa campaña contra la corrupción, lo que supuso el encarcelamiento de alcaldes, jueces y empresarios de todo el país.