Historia de Sicilia

La situación estratégica de Sicilia en el centro del Mediterráneo ha atraído a sucesivas culturas hasta sus costas y ha dado lugar a una de las historias más ricas y extraordinarias de Europa. Disputada durante siglos por varios pueblos antiguos, como griegos, cartagineses y romanos, la isla fue posteriormente dominada por otras potencias, sobre todo bizantinos, sarracenos, normandos, germanos, angevinos y españoles, entre otros, para terminar desempeñando un papel fundamental en la unificación de Italia a principios de la década de 1860.

Primeros pobladores

La primera evidencia de un asentamiento organizado en Sicilia pertenece a la cultura de Stentinello, que llegó procedente de Oriente Medio y se estableció en la costa oriental entre el año 4000 y el 3000 a.C. Pero fueron los pobladores de mediados del II milenio a.C. quienes definieron radicalmente el carácter de la isla y cuya presencia temprana ayuda a comprender sus complejidades. Tucídides (460-404 a.C.) dejó constancia de la existencia de tres tribus principales: los sicanos, originarios de España o del norte de África, que se asentaron en el norte y el oeste; los élimos, procedentes de Grecia, que se establecieron en el sur; y los sículos, que llegaron desde la Calabria peninsular y se extendieron por la costa jónica.

Griegos y fenicios

La colonización de Sicilia era paso obligado para la expansión de las ciudades-Estado griegas. Siguiendo el ejemplo de los élimos, los calcídicos desembarcaron en la costa jónica siciliana y fundaron un pequeño asentamiento al que llamaron Naxos, como la isla de las Cícladas. Un año después llegaron los corintios, que construyeron su colonia en la isla suroriental de Ortigia, a la que bautizaron como Syracoussai (Siracusa). Los colonos de Calcidia se adentraron hacia el sur y establecieron una segunda población llamada Katane (Catania) en el 729 a.C. Ambos grupos continuaron fundando poblaciones y colonias, hasta que, en un determinado momento, tres cuartas partes de la isla se hallaban en manos helénicas.

El creciente poder de los griegos en el sur y el este creó tensiones con los fenicios, que se habían establecido en la vertiente occidental de la isla hacia el 850 a.C.; a su vez, la alianza fenicia con la poderosa ciudad-Estado de Cartago (en el norte de lo que hoy es Túnez) amenazó seriamente a los griegos. En el 480 a.C. los cartagineses habían reunido una inmensa fuerza invasora compuesta por 300 000 mercenarios. Comandados por uno de sus grandes generales, Amílcar Magón, atracaron en Sicilia y asediaron Hímera (cercana a Termini Imerese), pero el vasto ejército fue derrotado por el astuto tirano griego Gelón, cuyas tropas rompieron las líneas de Amílcar simulando ser refuerzos cartagineses.

Después sobrevino en Sicilia un muy necesario período de paz. Las colonias griegas cerraron lucrativos acuerdos comerciales, gracias a los ricos recursos de la isla. Los vestigios de sus ciudades dan fe de su opulencia y refinamiento.

Al estallar la Guerra del Peloponeso, Siracusa decidió desafiar la hegemonía de Atenas. Los atenienses, enfurecidos por la arrogancia siciliana, decidieron atacar la ciudad en el 415 a.C. lanzando contra ella la llamada Expedición a Sicilia, la mayor flota reunida hasta entonces. A pesar del tamaño de la flota y de la confianza de Atenas, Siracusa, con la ayuda de Esparta y Corinto, infringió una humillante derrota al ejército ateniense.

Mientras Siracusa celebraba su victoria, el resto de Sicilia se hallaba en una permanente guerra civil. Esto brindó a Cartago la oportunidad perfecta para vengarse de Hímera y, en el 409 a.C., un nuevo ejército mandado por el resentido y brillante sobrino de Amílcar, de nombre Aníbal Magón, causó estragos en los campos sicilianos y arrasó por completo Selinunte, Hímera, Agrigento y Gela. Los siracusanos se vieron al fin obligados a entregar todo a Cartago, excepto la propia ciudad de Siracusa.

El ascenso de Roma y el sitio de Siracusa

Durante la I Guerra Púnica (264-241 a.C.), Roma disputó a Cartago la posesión de Sicilia y, al final de la contienda, los victoriosos romanos convirtieron la isla en su primera provincia fuera de la Península Itálica. Bajo el poder de Roma, la mayoría de los sicilianos vivía en condiciones de extrema necesidad; se les negó el derecho a ciudadanía y se les esclavizó en los latifondi, las inmensas propiedades que causarían en el futuro muchas de las miserias y penalidades de la isla. No resulta sorprendente, pues, que el dominio romano condujera a dos revueltas (sin éxito) de los esclavos de Sicilia, la Primera y Guerra Servil (135-132 a.C.) y la Segunda Guerra Servil (104-101 a.C.).

Aunque los romanos habían degustado las mieles de la victoria en la Primera Guerra Púnica contra los cartagineses, no tardaron en sufrir la llegada de Aníbal Barca. El poderoso líder militar cartaginés entró en Italia por los Alpes y consiguió diversas victorias contra los romanos, incluida la batalla de Cannas (216 a.C.), en la actual Apulia. Las victorias de Aníbal durante esta Segunda Guerra Púnica hicieron que muchos sicilianos se cuestionaran su alianza con Roma.

Entre ellos estaba el adolescente Jerónimo (231-214 a. C.), que se convirtió en tirano de Siracusa en el 215 a.C. a los 15 años. Aunque algunos ciudadanos apoyaron el flirteo de Jerónimo con los cartagineses, otros no lo aprobaron y tras su asesinato en el año 214 a.C. estalló una guerra civil entre ambas facciones. Roma, decidida a mantener el control sobre el Mediterráneo, no le dio demasiada importancia a la victoria de los partidarios de los cartagineses y envió al general Marco Claudio Marcelo (268-208 a. C.) para retomar el control de la ciudad. No tenían ni idea de lo difícil que iba a resultar aquella misión.

La fuente de sus desvelos no era otra que el siracusano Arquímedes (c. 287-212/211 a.C.), considerado el matemático e inventor más brillante de la antigua Grecia. Antes de la llegada al poder de Jerónimo, su predecesor y abuelo, Gelón II (muerto c. 216/215 a.C.) asignó a Arquímedes la tarea de desarrollar armas para defender Siracusa. Arquímedes no le falló y creó una serie de ingeniosas máquinas de guerra. Entre estas había catapultas capaces de lanzar proyectiles de más de 300 kg y la extraordinaria garra de Arquímedes, una gigantesca grúa de madera con un gran gancho que, colgando por encima de las murallas de Ortigia (el centro histórico de Siracusa), era capaz de descender y agarrar los barcos romanos por la proa, levantarlos del agua y hacer que volcaran o se hundieran. Aunque muchos historiadores modernos dudan de su existencia, la leyenda también afirma que Arquímedes creó un ‘rayo de la muerte’. Este invento se supone que usaba escudos de cobre o bronce que reflejaban los rayos del sol sobre los barcos romanos, haciendo que se incendiaran.

Las ingeniosas creaciones de Arquímedes consiguieron mantener a los romanos lejos de Siracusa durante dos años, hasta que un descuido en la defensa de la ciudad durante una fiesta en honor a Artemisa permitió que un pequeño grupo de soldados romanos escalaran las murallas de Ortigia y entraran en el perímetro de la urbe en el 212 a.C. Al poco tiempo, lograron el control de la ciudad. A pesar de la humillación que la maquinaria de Arquímedes había supuesto para los romanos, Marco Claudio Marcelo no podía evitar sentir admiración por aquel sabio y su inteligencia técnica. Tanta admiración que ordenó a sus hombres que no hicieran daño al matemático. Sin embargo, uno de los soldados mató al matemático con su espada.

Vándalos, bizantinos y sarracenos

Tras la caída de Roma ante los visigodos en el año 470, Sicilia fue ocupada por los vándalos procedentes del norte de África, aunque su dominio fue breve. En el 535, el ejército del general bizantino Belisario desembarcó en la isla y fue acogido por una población que, pese a sufrir más de 700 años de ocupación romana, mantenía la lengua y las costumbres griegas. Los bizantinos deseaban utilizar Siracusa como cabeza de puente para recuperar aquellos territorios en manos de árabes, bereberes y andalusíes, conocidos como tierras sarracenas, pero sus sueños no llegarían a realizarse.

En el 827, un ejército sarraceno desembarcó en Mazara del Vallo. Palermo cayó en el 831, seguida por Siracusa en el 878. Bajo su dominio, las iglesias fueron convertidas en mezquitas y se impuso el árabe como lengua franca. Al mismo tiempo, se implementaron reformas agrarias y se fomentó el comercio, la agricultura y la minería; se introdujeron nuevos cultivos, como cítricos, palmeras datileras y caña de azúcar, y se desarrolló un sistema de regadío y abastecimiento de agua.

Palermo se convirtió en la capital del nuevo emirato de Sicilia, y durante los dos siglos posteriores se transformó en una de las ciudades más bellas del mundo árabe, un refugio cultural y comercial cuya única rival era Córdoba.

El reino del sol

Los árabes llamaban a los normandos “lobos” por su ferocidad y la aterradora velocidad con que barrían los territorios del continente. Ya en el 1053, tras seis años de actividad mercenaria, el conquistador normando Roberto Guiscardo (1015-1085) había derrotado por completo a las fuerzas combinadas de los bizantinos de Calabria, los lombardos y las huestes papales en la batalla de Civitate.

Una vez afianzada su supremacía, se propuso expandir los territorios que controlaba. Para conseguirlo, entabló relaciones con el Vaticano. A cambio de ser investido con los títulos de duque de Apulia y de Calabria en el 1059, aceptó expulsar a los sarracenos de Sicilia y reinstaurar el cristianismo; encomendó esta tarea (y le prometió la isla) a su hermano menor, Rogelio I (1031-1101), quien desembarcó con sus tropas en Mesina en el 1061 y tomó el puerto por sorpresa. En el 1064 intentó hacerse con Palermo, pero fue rechazado por un bien organizado ejército sarraceno; hubo que esperar a que Roberto llegara en el 1072 con importantes refuerzos para que la ciudad cayera ante los normandos.

Impresionado por el refinado estilo de vida árabe que imperaba en la isla, Rogelio se lo apropió sin rebozo y, con vistas a mejorarlo, gastó inmensas sumas en palacios e iglesias y alentó un ambiente cosmopolita en su corte. Se decantó por una política de reconciliación con los nativos, de modo que, además del francés, se continuó hablando árabe y griego, y los ingenieros, burócratas y arquitectos árabes conservaron sus puestos en la corte. Le sucedió su viuda Adelaida, que gobernó hasta 1130, año en que Rogelio II (1095-1154) fue coronado rey.

Rogelio II fue un intelectual de genio agudo cuya corte no conoció rival en cuanto a esplendor y conocimientos. Su reinado descolló por el mecenazgo que dispensó a las artes y también por su acierto al instituir un funcionariado eficiente y multicultural que despertó la envidia de Europa; también amplió el reino hasta incluir Malta, casi toda Italia meridional y partes del Magreb.

El ocaso

El hijo de Rogelio II, Guillermo I (1108-1166), heredó el reino a la muerte de su padre en 1154; apodado Guillermo el Malo, fue un monarca soberbio y corrupto.

La designación del inglés Walter de Mill (Gualtiero Offamiglio) como arzobispo de Palermo, con la connivencia del papa, crearía una peligrosa lucha de poder entre la Iglesia y el trono los siguientes 20 años, un reto asumido por Guillermo II (1152-1189) cuando ordenó la creación de un segundo arzobispado en Monreale. Su muerte prematura a los 36 años desembocó en una pugna por el poder, y una asamblea de barones sentó en el trono a Tancredo (c. 1130-1195), nieto ilegítimo de Rogelio II. A su proclamación se opuso el rey suabo Enrique VI (1165-1197), jefe de la Casa de Hohenstaufen y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, quien aspiraba a la corona siciliana en virtud de su matrimonio con Constanza, hija de Rogelio II.

Tancredo murió en 1194 y, en cuanto su hijo Guillermo III fue coronado, la flota de los Hohenstaufen atracó en Mesina. El día de Navidad de aquel año, Enrique VI se proclamó rey y el joven Guillermo fue encarcelado en el castillo de Caltabellotta, al sur de Sicilia, donde acabó sus días en 1198.

Maravilla del mundo

Enrique prestó escasa atención a su reino siciliano y en 1197 murió de malaria. Le sucedió el joven Federico I de Sicilia y II de Hohenstaufen (1194-1250), que destacó por ser un agudo intelectual con predilección por las intrigas políticas, aunque también fue un líder militar que reforzó el litoral oriental desde Mesina hasta Siracusa y saqueó la rebelde Catania en 1232.

Durante su reinado, Sicilia se convirtió en un Estado centralizado, que desempeñó un papel comercial y cultural de primer orden en los asuntos europeos, y Palermo adquirió reputación como la ciudad más importante del continente. En sus últimos años como soberano, era conocido como Stupor Mundi (Maravilla del Mundo) en reconocimiento a los éxitos de su reinado.

Al morir Federico en 1250, le sucedió su hijo Conrado IV (1228-1254), pero quien en un principio gobernó la isla fue su hijo menor ilegítimo Manfredo (1232-1266). Conrado llegó a Sicilia en 1252 para tomar el poder, pero murió de malaria dos años después. Manfredo volvió a tomar las riendas de la isla, primero como regente durante la minoría de edad de Conradino, hijo de Conrado, y después, tras forjar una alianza con los sarracenos, a título propio en 1258.

Las Vísperas Sicilianas y el dominio español

En 1266 el ejército angevino, mandado por Carlos de Anjou, hermano del rey francés Luis IX, derrotó y dio muerte a Manfredo en Benevento, en territorio continental italiano. Dos años más tarde, el sobrino y heredero de Manfredo, Conradino, de 15 años, fue derrotado en Tagliacozzo, capturado y decapitado en público en Nápoles.

Tras un comienzo tan sanguinario, se propagó el odio y el terror hacia los angevinos. Sicilia se vio gravada con impuestos abusivos, las persecuciones religiosas estaban a la orden del día y los feudos normandos fueron expropiados y concedidos a aristócratas franceses.

El Lunes de Pascua de 1282 estalló una rebelión en Palermo. Incitados por la supuesta violación de una joven palermitana por un grupo de soldados franceses, los campesinos se dedicaron a linchar a cuanto militar galo caía en sus manos. La revuelta se extendió a las zonas rurales y recibió el apoyo de los barones, que se habían aliado con Pedro III de Aragón; este desembarcó en Trapani con un gran ejército y se proclamó rey. Durante los 20 años siguientes, aragoneses y angevinos se enzarzaron en la Guerra de las Vísperas Sicilianas, de la que salieron vencedores los primeros.

Por desgracia, la vida de Sicilia no mejoró con el gobierno hispano. Hacia finales del s. XIV, Sicilia había quedado marginada. La parte oriental del Mediterráneo se hallaba bajo dominio otomano, mientras que el contacto con la península italiana era casi nulo debido a los lazos políticos entre la isla y el Reino de Aragón. A raíz de esta situación, el Renacimiento pasó de largo por la isla, lo que agravó los efectos de la ignorancia y la pobreza. La Corona aragonesa, muy alejada de su colonia, se limitaba a gobernar a través de virreyes.

A finales del s. XV, la corte virreinal era un nido de corrupción y el organismo más influyente era la Iglesia católica, que ejercía poderes omnímodos mediante los tribunales del Santo Oficio.

La ira de la naturaleza

En marzo de 1669 se produjo un cataclismo cuando una fisura en la ladera sur del Etna entró en erupción con una fuerza sin precedentes. Durante cuatro meses la erupción expulsó 800 millones de m3 de lava y se recordaría como la más violenta de la historia. Una docena de poblaciones quedaron sumergidas bajo la lava, por lo que 50 valientes habitantes de Catania se lanzaron a cavar un canal para redirigir la lava y salvar la ciudad. Lo consiguieron en parte, redirigiendo la roca derretida hacia Paternò, lo que causó un nuevo enfrentamiento entre las dos ciudades.

A pesar del peligro, muy pocos habitantes de Catania abandonaron la ciudad, confiando en que las antiguas murallas frenarían el avance de la lava. Por desgracia, la naturaleza resultó ser más fuere y parte de las murallas se derrumbaron, dejando entrar lava en la ciudad desde el oeste. Aún hoy es posible ver lava solidificada en el Monastero degli Benedettini l’Arena. Por suerte, los muros evitaron que la corriente de lava llegara al centro. Cuando el Etna se calmó a mediados de julio, habían muerto entre 15 000 y 20 000 personas y la topografía de Catania había cambiado de manera espectacular e irreversible. Un ejemplo de ello es el Castello Ursino, que en origen estaba junto al mar.

La madre naturaleza lanzó un golpe aún más cruel en enero de 1693, cuando dos terremotos hicieron temblar el Val di Noto, en el sureste de Sicilia. El primero fue el 9 de enero y se estima que alcanzó 6,2 grados en la escala Richter, un pequeño aperitivo de la fuerza del siguiente, dos días después, que se estima fue de 7,4. El terremoto provocó un tsunami en la costa jónica. Murieron más de 60 000 personas, entre ellas dos tercios de la población de Catania, y más de 45 ciudades, pueblos y aldeas resultaron dañados o fueron destruidos completamente.

Sin embargo, de la tragedia surgió la oportunidad única para los grandes arquitectos de la época, como Rosario Gagliardi y Francesco Gagliari, para reconstruir la zona en un recargado estilo que se convirtió en el característico barroco siciliano. El centro histórico de Siracusa se reedificó siguiendo el plan urbanístico existente, pero en Catania se prefirió sobreponer un nuevo plan, totalmente distinto, como parte de la reconstrucción. Otros sitios, como Noto, se refundaron en una nueva localización. En todos se construyeron nuevas maravillas arquitectónicas, como la espectacular Piazza del Duomo de Catania y Siracusa, la Chiesa di San Giorgio de Módica, la Cattedrale di San Giorgio de Ragusa y, por supuesto, el extraordinario número de palazzi e iglesias a ambos lados de la calle principal de Noto, Corso Vittorio Emanuele.

Fin del feudalismo e inicio del Risorgimento

De nuevo en el frente político, el peso de la opresión del gobierno llevó a los sicilianos de a pie a solicitar reformas. Pero la Península Ibérica estaba enzarzada en la Guerras de Sucesión por la corona de España entre los partidarios de la Casa de Borbón y los austracistas, y Sicilia fue pasando de potencia europea a potencia europea como un regalo de Navidad no deseado. Finalmente, los españoles, con los Borbones victoriosos, reclamaron la isla en 1734, bajo el reinado de Carlos III, V de Sicilia (1734-1759). Durante el reinado de su sucesor, Fernando I de las Dos Sicilias (IV de Nápoles y III de Sicilia), la aristocracia terrateniente vetó cualquier intento de liberalización y siguió enriqueciéndose con las cuantiosas exportaciones de cereales, mientras los sicilianos de a pie morían de hambre.

Aunque Napoleón nunca ocupó la isla, su toma de Nápoles en 1799 obligó a Fernando I a trasladarse a la isla. La voracidad fiscal del rey borbónico chocó pronto con la oposición del campesinado y de los nobles con más visión de futuro, quienes creían que la única manera de conservar su posición consistía en propiciar reformas de alcance limitado. Sometido a fuertes presiones, en 1812 el rey aceptó la redacción de una Constitución que establecía la formación de un Parlamento bicameral y la abolición de los privilegios feudales.

Con la derrota final de Napoleón en 1815, Fernando volvió a unificar Nápoles y Sicilia como Reino de las Dos Sicilias. Durante los 12 años siguientes, la isla permaneció dividida entre una minoría que ansiaba una Sicilia independiente y una mayoría que creía que su supervivencia solo podía asegurarse en el seno de una Italia unificada, ideal promovido en la península dentro del movimiento político y social conocido como Risorgimento (Unificación).

El 4 de abril de 1860, una comisión revolucionaria organizada en Palermo ordenó un levantamiento contra el Estado borbónico, que ya se tambaleaba. Las noticias llegaron hasta Giuseppe Garibaldi, que vio la ocasión para iniciar la campaña por la unificación de Italia. Desembarcó en Marsala el 11 de mayo de 1860 con un millar de hombres, la famosa Spedizione dei Mille, derrotó a los 15 000 soldados del ejército español en Calatafimi el 15 de ese mes y, al cabo de dos semanas, conquistó Palermo.

A pesar del fervor revolucionario, Garibaldi no era un reformador social, y sus soldados impidieron todos los intentos de los campesinos de tomar tierras. Durante el referéndum del 21 de octubre, el 99% de los sicilianos con derecho a voto optaron por la unificación con la piamontesa Casa de Saboya, que controlaba casi toda la Italia septentrional y central; el rey Víctor Manuel II, que aspiraba a gobernar una Italia unificada y había costeado la expedición de Garibaldi a Sicilia, se convertiría en el primer rey de Italia el 17 de marzo de 1861.

Fascismo, conservadurismo y II Guerra Mundial

Sicilia se esforzó por adaptarse a la Casa de Saboya. La vieja aristocracia mantuvo, en gran medida, todos sus privilegios, y las esperanzas de reforma social pronto se desvanecieron.

Lo que la isla realmente necesitaba era una política ambiciosa de reforma agraria que incluyera una redistribución de la tierra. La partición parcial de grandes propiedades tras la abolición del feudalismo seguía beneficiando solo a los gabellotti (intermediarios agrícolas que controlaban a los campesinos en nombre de los aristócratas), que arrendaban la tierra de los propietarios cobrando sumas prohibitivas a los que la trabajaban.

Para que les ayudaran en el cobro de las rentas, los alguaciles recabaron la ayuda de las bandas locales, que mediaban entre el inquilino y el propietario, evitando controversias y regulando los asuntos ante la inexistencia de un sistema judicial eficaz. Estos individuos recibían el nombre de mafiosi, estaban organizados en pequeñas bandas territoriales pertenecientes a familias concretas y llenaban la laguna existente entre el pueblo y el Estado como agentes de poder local.

En 1922 Benito Mussolini se hizo con el poder en Roma. Como la creciente influencia de los capos de la mafia amenazaba su dominio sobre Sicilia, envió a Cesare Mori a Palermo para sofocar el desorden y la insurrección en la isla, tarea que este llevó a cabo organizando redadas para detener a los sospechosos de pertenecer a organizaciones ilegales.

Llegada la década de 1930, Mussolini tenía unas miras más altas; su vista estaba puesta en la colonización de Libia como “cuarta costa” de Italia, lo que acabó arrastrando a Sicilia a la II Guerra Mundial. Utilizada como puente para reconquistar la Península Itálica, se resintió mucho de los duros bombardeos aliados. Paradójicamente, la contienda brindó una oportunidad de oro a la mafia para vengarse de Mussolini, ya que en 1943 colaboró con las fuerzas aliadas en la toma de la isla.

Problemas tras la guerra y Mani Pulite

La fuerza de mayor peso en el panorama político siciliano de la segunda mitad del s. XX fue la Democrazia Cristiana (DC), un partido de centroderecha que atraía a los sectores tradicionales de la isla. Estrechamente vinculado a la Iglesia católica, prometía todo tipo de reformas y exigía cautela ante el comunismo ateo. Para desarrollar sus proyectos contó con la ayuda de la mafia, que se encargó de garantizar que el candidato de la DC ganara siempre en los comicios municipales a cambio de una red clientelista que le aseguraba contratos ventajosos.

La intromisión constante de la mafia en la economía insular tuvo mucho que ver en el fracaso de los esfuerzos de Roma por reducir las diferencias entre el próspero norte y el mísero sur. La bien intencionada Cassa del Mezzogiorno (Fondo para el Desarrollo de Italia Meridional), instituida en 1950, pretendía impulsar la calamitosa economía sureña, y Sicilia fue una de sus regiones más beneficiadas al recibir dinero del Estado italiano y la CEE para costear proyectos de toda índole. Sin embargo, la desaparición de grandes cantidades de dinero en efectivo obligó al Gobierno central a retirar las ayudas en 1992.

Ese mismo año, la noticia de portada en los medios fue el gran escándalo de Tangentopoli (Ciudad Soborno), la denuncia de la institucionalización del cohecho y los sobornos, prácticas habituales en el país desde la II Guerra Mundial. Aunque se centró principalmente en el norte industrial, las repercusiones de la amplia investigación, denominada Mani Pulite (Manos Limpias), salpicaron a Sicilia, una región donde la política, los negocios y la mafia formaban una intrincada sociedad desde hacía tiempo. El escándalo acabó provocando el hundimiento de la DC.

Mientras tanto, estaba cambiando la forma en que los sicilianos veían a la mafia, gracias a los magistrados Paolo Borsellino y Giovanni Falcone, que contribuyeron enormemente a modificar el clima de opinión a ambos lados del Atlántico e hicieron posible que la gente de a pie pudiera hablar y manifestarse con más libertad. El trágico asesinato de ambos en el verano de 1992 supuso una gran pérdida para Italia y Sicilia, pero fueron estas muertes las que por fin rompieron el código mafioso de la omertà (silencio), que había imperado en la isla durante tanto tiempo. En las dos décadas siguientes se ha producido una serie de arrestos de gran repercusión, como la detención de los legendarios capos Salvatore ‘Totò’ Riina (1993), Leoluca Bagarella (1995), Bernardo Provenzano ‘el Tractor’ (2006), Salvatore Lo Piccolo (2007) y Domenico Raccuglia ‘el Veterinario’ (2009).

 

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