El arte, la música y la arquitectura tradicionales se conservaron como oro en paño tras la creación soviética de la RSS de Uzbekistán. Pero en los años siguientes se permitió el desarrollo de dos grandes centros de arte progresista: la colección de arte perdido de los años treinta de Igor Savitsky, escondida en el Museo Savitsky de Nukus, y las historias de la vida del legendario teatro Ilkhom del malogrado Mark Weil, en Taskent.
El arte contemporáneo, como los medios de comunicación, se halla bajo el estricto control del Gobierno. Los artistas renegados que llaman la atención, como Weil y la fotógrafa Umida Ahmedova, tienen problemas. Ahmedova, cuya obra capta las vidas y tradiciones de los uzbekos de a pie, atrajo la atención internacional en el 2009, cuando fue arrestada y condenada por “calumniar a la nación uzbeka” en una serie que emitió la web de la BBC.
Aunque Karimov la perdonó, un vistazo a sus fotografías, de apariencia inofensiva, revelan el ideal artístico del presidente: Uzbekistán tenía que retratarse como un país limpio, organizado, próspero y moderno. Este ideal tuvo su efecto en la planificación urbanística, solo hay que ver las reformas de Samarcanda, donde los urbanistas han apartado el casco antiguo de la vista de los turistas, o el derribo de Amir Timur Maydoni en Taskent.