Más allá de Manrique (aunque, a menudo, bajo su influencia o con su involucración), Lanzarote revela una riqueza histórica, cultura y arquitectónica singular. Sus pueblos tradicionales canarios vestidos de blanco brillante, con ventanales azules (junto al mar) o verdes (en el interior), hablan de épocas remotas, y los antiguos caseríos, los imponentes castillos e incluso las tranquilas bodegas desvelan su pasado.
Se piensa que los habitantes aborígenes de Lanzarote, los majos, llegaron a la isla desde el norte de África alrededor del 1000 a.C., viviendo de la pesca, el pastoreo y algo de agricultura. El primer europeo documentado en la isla fue el navegador genovés Lancelotto Malocello en 1312, aunque no fue hasta principios del s. xv que Lanzarote acabó en manos del explorador francés Jean de Béthencourt, bajo la Corona de Castilla ‒desde aquí se extendió la conquista hispánica al resto del archipiélago canario‒. En los siglos sucesivos, la isla sufrió los ataques de piratas norteafricanos y corsarios europeos.
Durante la década de 1730, las poderosas erupciones en la zona del Timanfaya arrasaron unos 12 pueblos, además de la zona más fértil de la isla, pero del desastre nació la famosa viticultura volcánica, centrada en La Geria, que junto con la agricultura trajo algo de prosperidad de nuevo a la isla. Hasta 1852, Teguise reinó como capital lanzaroteña, pero ese año el título se trasladó a la ciudad costera de Arrecife. En la actualidad florece el turismo (constituye el 35% del PIB de Canarias) junto con un pequeño sector agrario: antes de la llegada de la pandemia de la Covid-19, la población de la isla (casi 156 000 habitantes) a menudo se duplicaba con el gran número de visitantes internacionales. Dicho esto, gracias a la influencia de César Manrique Lanzarote se ha escapado (mayoritariamente) de la masificación turística.