En la práctica, Sevilla y Triana son dos ciudades separadas, o unidas, por el Guadalquivir. Algo así como Buda y Pest. Ambas orillas no estuvieron conectadas hasta 1852, cuando se construyó el puente de Isabel II. Triana, como dicen sus alegres y orgullosos vecinos, es “república independiente”.
Atravesar el puente de Isabel II mientras se contempla el río es una buena forma de estrenar la jornada. Enfrente, el castillo de San Jorge, sede del tribunal de la Santa Inquisición. Después de revivir tan negro pasado, una parada en el María Trifulca. Desde la plaza del Altozano arranca la calle Pureza, donde se encuentra la capilla de los Marineros, morada de la “Reina de Triana”: Nuestra Señora de la Esperanza.
En la calle Pureza se alza también la llamada “catedral de Triana”, la real iglesia de Santa Ana. Para el aperitivo, es prescriptivo una parada en la Bodega Siglo XVIII, un palacio hecho corrala; y para un suculento guiso a la orilla del río, el restaurante Lola Cazerola. El pulso del barrio sigue en las calles de San Jacinto, flanqueada por construcciones típicas como la casa Mensaque, y Antillano Campos, emplazamiento de Las Golondrinas, una buena opción para la cena.