Historia de Irán

La historia de Irán es una de las más dilatadas y prolijas del mundo y es, sobre todo, una crónica de antiguas y poderosas civilizaciones, del complicado avance del islam y de algunos de los nombres más heroicos de la historia universal, como Ciro el Grande, Alejandro Magno y Gengis Kan. Y en la época contemporánea, Irán ha salido de nuevo a la palestra y sigue siendo una pieza clave en una de las regiones más turbulentas del mundo.

Elamitas y medos

Elam era la región más baja de lo que hoy es la provincia de Juzestán; los primeros asentamientos aparecieron en el año 2600 a.C. Elam estaba lo bastante cerca de Mesopotamia y de la gran civilización sumeria para notar su influencia y ambas estaban regularmente en guerra. Los elamitas establecieron su capital en Susa, y ejercieron su poder a través de un sistema de gobierno federal que permitía a sus estados intercambiar recursos naturales únicos en cada región.

Los elamitas creían en un panteón de dioses, y el más notable edificio de los que se conservan, el enorme zigurat de Choga Zanbil, fue construido alrededor del s. XIII a.C. y dedicado al más importante de todos ellos. En el s. XII a.C. se cree que controlaban la mayor parte de lo que actualmente es el oeste de Irán, el valle del Tigris y la costa del golfo Pérsico.

En esa época, las tribus arias indoeuropeas empezaron a llegar desde el norte. Con el tiempo, estos persas se acabaron estableciendo en lo que ahora es la provincia de Fars, en los alrededores de Shiraz, mientras que los medos se instalaron más al norte, en lo que hoy es el noroeste de Irán. Los medos establecieron su capital en Ecbatana, hoy enterrada bajo la moderna Hamadán; sus primeras cosechas figuran en documentos asirios del año 836 a.C. Poco más se sabe de ellos hasta que, según el historiador griego Heródoto, Ciáxares de Media expulsó a los escitas en torno al 625 a.C.

Bajo el reinado de Ciáxares, los medos se convirtieron en una gran fuerza militar que atacó repetidamente a sus vecinos asirios. En el año 612 a.C., tras firmar una alianza con los babilonios, saquearon la capital asiria de Nínive y persiguieron a los sobrevivientes de ese otrora poderoso imperio.

Los aqueménidas y el ascenso de Ciro

En el s. VII a.C., Aquémenes creó un Estado unificado en el sur de Irán, dando nombre al que sería el primer Imperio persa, el de los aqueménidas. Cuando su bisnieto Ciro II, de 21 años, ocupó el trono en el 559 a.C., Persia era un Estado en auge. Y al cabo de 20 años sería el mayor imperio que el mundo había conocido hasta entonces.

Tras constituir un poderoso ejército, Ciro el Grande (como llegó a ser conocido) acabó con el Imperio medo en el 550 a.C. al derrotar a su propio abuelo, el odiado rey Astiages, en la batalla de Pasargada. Al cabo de 11 años, Ciro había hecho campaña en gran parte de lo que hoy es Turquía, al este del moderno Pakistán, y finalmente derrotó a los babilonios. Fue a raíz de esta victoria, en 539 a.C., que Ciro se ganó la fama de conquistador benevolente. Según cuenta Heródoto en Las guerras médicas, el rey declaró: “Respetaré las tradiciones, costumbres y religiones de las naciones de mi imperio y nunca permitiré que ninguno de mis gobernantes y subordinados las menosprecie o las insulte… No voy a imponer mi monarquía a ninguna nación, pero si alguna de ellas la rechaza, nunca declararé la guerra para reinar”.

Ciro colonizó la antigua capital de Media, Ecbatana, remodeló Susa y construyó una nueva ciudad en Pasargada. Desgraciadamente para él, los masagetas escitas del noreste del imperio decidieron que sí les estaba imponiendo su monarquía. Ciro desató la ira de Tomiris, la reina masageta, tras capturar a su hijo (que se suicidó) y matar a muchos de sus soldados en una batalla unilateral, ya que los soldados masagetas se emborracharon con el vino de los aqueménidas. Heródoto escribió:

“Cuando Tomiris supo lo que le había ocurrido a su hijo y a su ejército, mandó un heraldo a Ciro, que así se dirigió al conquistador: ‘Tú, despiadado Ciro, no te enorgullezcas de este mediocre triunfo: fue el zumo de la uva…, fue con ese veneno con el que capturaste a mi hijo y lo venciste, no en una pelea justa. Ahora escucha mi consejo, y escúchalo por tu bien. Devuélveme a mi hijo y sácalo de tu tierra indemne… Niégate a hacerlo y te juro por el sol que te hartaré de sangre’”.

Ciro hizo caso omiso a Tomiris, que reunió a sus fuerzas para librar la que Heródoto describió como la más cruenta batalla que libraran los aqueménidas. Ciro y la mayor parte de su ejército fueron masacrados. Cuando el cuerpo del rey fue recuperado, dicen que Tomiris mandó llenar un odre con sangre humana y, cumpliendo su amenaza, sumergió en él la cabeza de Ciro. Más adelante, el cuerpo de Ciro fue enterrado en el mausoleo que aún existe en Pasargada.

Cambises y Darío

En el 525 a.C., Cambises, hijo de Ciro, conquistó gran parte de Egipto y las regiones costeras de la actual Libia. Más adelante se dijo que, antes de partir, Cambises ordenó el asesinato de su hermano Esmerdis. Según la historia, mientras Cambises estaba en Egipto, un oficial llamado Mago Gaumata, que tenía un gran parecido con Esmerdis, se apoderó del trono. Cambises murió misteriosamente en el año 522 a.C. mientras aún estaba en Egipto; según algunos escritos, él y su ejército se adentraron en el Sáhara y nunca se volvió a saber de ellos. Muerto el rey, Darío I, un pariente lejano, no tardó en reaccionar y ordenó el asesinato de Gaumata. Este “acto de justicia” fue inmortalizado en un enorme relieve que hay en Bisotun, cerca de Hamadán, en el que se ve el pie de Darío sobre la cabeza de Gaumata. Lo que seguramente nunca se sabrá es si Darío libró a Persia del supuesto “falso Esmerdis” o si asesinó al auténtico y se inventó esta historia para justificar el regicidio.

Darío se encontró con un imperio caótico y tuvo que trabajar duro para restablecerlo, dividiendo su extensa herencia en 23 satrapías (provivias) para que fuera más fácil gobernar. El recinto de Persépolis se creó como centro ceremonial y religioso de un imperio cuyo dios más importante era Ahura Mazda, que también era objeto del culto zoroástrico. Las ciudades medas de Ecbatana y Susa se convirtieron en centros administrativos, pero Persépolis era el espectacular escaparate imperial para intimidar a los visitantes. Más adelante, Darío expandió el imperio hasta la India y hacia el norte, llegando hasta el curso del Danubio.

Fue la más grande de las primeras civilizaciones. Los caminos pavimentados se extendían de un extremo al otro del imperio, con caravasares que proporcionaban alimento y refugio a los viajeros. Los aqueménidas crearon el primer servicio postal del mundo; se decía que gracias a su red de caballos podían entregar una misiva en el confín más alejado del reino en 15 días.

Sin embargo, no todo fue fácil. Cuando las colonias griegas de Asia Menor se rebelaron, Darío decidió invadir la Grecia continental para dar ejemplo a las polis que se negaban a someterse. Pero no funcionó. En el 490 a.C., los ejércitos de Darío fueron derrotados en la famosa batalla de Maratón, cerca de Atenas, y él murió en el 486 a.C.

La posterior derrota de Jerjes, hijo de Darío, en Salamina (Grecia) en 480 a.C., marcó el inicio de un largo y lento declive persa que continuaría, con algunos gloriosos interludios, durante otros 150 años.

Alejandro Magno y el fin de Persépolis

Joven y carismático, como Ciro, fue Alejandro de Macedonia quien finalmente acabaría con el primer Imperio persa. Tras sojuzgar a todas las ciudades estado (polis) griegas y a Egipto, se enfrentó a los persas en Issos (Turquía, 333 a.C.) y en Guagamela, en el actual Irak (331 a.C.) antes de vencer al resto del ejército de Darío III. Darío huyó hacia el este, a Bactriana, y fue asesinado por su primo. Tras su victoria, Alejandro pasó varios meses en Persépolis antes de que el mayor símbolo del poder aqueménida fuera pasto de las llamas.

El imperio de Alejandro se extendió rápidamente a través de Afganistán, Pakistán y la India, pero después de su muerte, en el 323 a.C., se disolvió rápidamente entre sus principales generales. Persia quedó controlada por Seleuco I Nicátor, fundador de la dinastía seléucida. Poco a poco, el griego se convirtió en la lengua franca, colonos helenos crearon nuevas ciudades y su cultura se extendió por la antigua Persia. No obstante, ambiciosos sátrapas y algunas minorías étnicas se rebelaron contra el sistema, en especial los partos.

El triunfo de los partos

Los partos se habían establecido en la zona comprendida entre el mar Caspio y el mar de Aral muchos siglos antes. Bajo el gobierno del rey Mitrídates (r. 171-138 a.C.), se apoderaron de gran parte de Persia y de la mayor parte de la región comprendida entre el Éufrates y Afganistán, reconstruyendo más o menos el antiguo Imperio aqueménida. Tenían dos capitales, una en lo que ahora es Rey y la otra en Ctesifonte, en el actual Irak.

Los partos, expertos jinetes y arqueros, se esforzaron luchando contra Roma para controlar Siria, Mesopotamia y Armenia. En el 53 a.C., el general romano Craso, que había derrotado a Espartaco y era uno de los hombres fuertes de Roma, se enfrentó a los partos en Carras (hoy Turquía). Craso vio diezmados sus ejércitos hasta ser capturado: antes de decapitarlo, vertieron oro derretido en su garganta para burlarse de su codicia. Luego hubo largos períodos de paz.

Los partos hicieron significativos avances en la arquitectura y las artes, aunque se han conservado pocas muestras de ello.

Los sasánidas y el segundo Imperio persa

Al igual que los aqueménidas, el ascenso de los sasánidas de modesta dinastía a imperio fue asombroso. Empezando por la provincia de Fars, Ardacher I (r. 224-241) lideró una campaña que terminó con los sasánidas sustituyendo a unos diezmados partos en Persia, y durante 40 años se convirtieron en una nueva amenaza para los romanos.

Entre 241 y 272, Sapor I, hijo de Ardacher, añadió Bactriana al imperio y se enfrentó repetidamente a Roma. En una de las más famosas victorias persas, los ejércitos de Sapor derrotaron a los romanos en Edesa (260) e hicieron prisionero al emperador Valeriano. Aún pueden visitarse los pueblos de Bishapur y Shushtar, donde estuvo retenido Valeriano y donde aún se ven algunos bajorrelieves que representan la victoria en Naqsh-e Rostam.

Los sasánidas fomentaron la industria y promovieron el urbanismo y el comercio por el golfo Pérsico, aunque al final también se debilitaron a causa de un conflicto aparentemente interminable con Bizancio. Irónicamente, sus últimos años fueron el período en que el imperio era más extenso, cuando Cosroes II (590-628) reconquistó partes de Egipto, Siria, Palestina y Turquía. Sin embargo, después de que Cosroes fuera asesinado por su hijo, al menos seis gobernantes, incluidas las dos únicas reinas de Persia, pasaron por el trono durante los siguientes cinco años. Persia no estaba en condiciones de resistir cuando los árabes la atacaron en 633.

Los árabes y el islam

Un capítulo crucial en la historia persa empezó en 637, cuando los árabes derrotaron a los sasánidas en al-Qadisiyya, a la que siguió una victoria en Nahavand, cerca de Hamadán, que puso fin al poder sasánida.

En 632, cuando murió Mahoma, la mayoría de los árabes era firme seguidora del islam. Los persas se sentían a gusto con la cultura y la religión islámicas y no les costó cambiar las enseñanzas de Zoroastro por las de Mahoma. Solo las ciudades de Yazd y Kermán (que se aferraron al zoroastrismo algunos siglos más) y algunas tribus de las montañas siguieron profesando sus antiguas religiones. A medida que se extendían rápidamente por todo Oriente Medio, los árabes adoptaron la arquitectura, las artes y las prácticas administrativas sasánidas.

En un principio, los califas omeyas gobernaron Persia desde su capital, Damasco, pero en el año 750, una rebelión elevó al trono a la dinastía Abasí, que estableció su capital cerca de Bagdad. Los califas abasíes protagonizaron un período de exuberancia intelectual en el que la cultura persa tuvo un papel importante. Los persas también tenían muchos altos cargos en la corte, pero la lengua y la escritura árabes acabaron imponiéndose.

Durante el s. IX, el poder abasí se desmoronó y, uno tras otro, los gobernadores regionales establecieron sus propios centros de poder. Entre las nuevas dinastías del este de Irán estaban los tahiridas (820-72), los saffarís (868-903) y los samánidas (874-999), que fijaron su capital en Bujará y resucitaron la lengua persa.

La llegada de los selyúcidas

Inevitablemente, estas dinastías locales no podían mantener su poder y al final fueron expulsadas por los turcos selyúcidas, que avanzaron a través de Persia y, en 1051, conquistaron Isfahán, que convirtieron en su capital. En pocos años añadieron el este de la actual Turquía a su imperio, y a pesar de las rebeliones, conservaron el poder gracias a un numeroso y bien remunerado ejército.

La dinastía selyúcida inauguró una nueva era en el arte, la literatura y la ciencia persas, protagonizada por genios como el matemático y poeta Omar Jayam. También fundó escuelas teológicas para promover el islam sunita. Aún pueden verse el enladrillado geométrico y las elaboradas inscripciones cúficas en mezquitas y minaretes selyúcidas, sobre todo en la Masjed-e Jameh de Isfahán.

La muerte de Malik Shah en 1092 marcó el final de la supremacía selyúcida y, una vez más, se fragmentó un poderoso imperio.

Gengis Kan y Tamerlán

A principios del s. XIII, el Imperio selyúcida llegó a su cruento final cuando los mongoles avanzaron por la meseta iraní, dejando un rastro de sangrienta devastación y miles de cabezas cortadas a su paso.

Bajo el liderazgo primero de Gengis Kan y luego de sus nietos, incluido Hulagu, los mongoles se apoderaron de toda Persia, formando así un imperio que se extendía desde Pekín hasta Estambul. Con el tiempo establecieron su capital en Tabriz (demasiado cerca de los turcos, como comprobarían más adelante). Fue Hulagu Kan quien puso fin al furtivo poder de los ismailitas nizaríes, destruyendo los castillos que tenían en los alrededores de Alamut. Tras flirtear con el cristianismo y el budismo, Hulagu se vio obligado a adoptar el islam por la presión social. Se nombró a sí mismo il khan (kan provincial o gobernante, sustituyendo al gran kan de Mongolia), nombre que más adelante adoptó toda la dinastía de los ilkanes (1256-1335).

Los mongoles destruyeron muchas de las ciudades que conquistaron, borrando gran parte de la historia documentada de Persia. Sin embargo, también fueron grandes mecenas artísticos y dejaron muchos monumentos, como el maravilloso mausoleo de Öljeitü en Soltaniyeh. Durante su gobierno, el farsi sustituyó al árabe como lengua vehicular.

El imperio se fragmentó cuando Abu Said murió sin sucesor y sucumbió a las fuerzas invasoras del este lideradas por Tamerlán, que derrotó a los turcos otomanos en 1402. Tamerlán provenía de un clan mongol de influencias turcas de lo que actualmente es Uzbekistán y trasladó la capital a Qazvín. Fue otro de los contradictorios líderes que gobernó Persia durante años: un entusiasta mecenas de las artes y uno de los mayores asesinos de la historia (según dicen, 70 000 personas fueron ejecutadas tras una rebelión en Isfahán).

En 1405, cuando murió Tamerlán, el imperio empezó a tambalearse. En el este de Irán, los timúridas se aferraron al poder durante varias décadas, manteniendo su apoyo al arte persa, en especial a los miniaturistas de Shiraz. Gohar Shad, esposa de uno de los gobernantes timúridas, mandó construir la hermosa mezquita del santuario de Mashhad dedicado al imán Reza.

Los safávidas y el tercer Imperio persa

Un jeque sufí llamado Safioddín Ardabilí (m. 1334) fue el fundador de la dinastía safávida, un poderosa rama chiita de Ardebil. Ismaíl, descendiente lejano de Safioddín Ardabilí, conquistó toda la zona central de Persia, desde Bagdad hasta Herāt (Afganistán). Gobernó como sah (r. 1502-1524) y, a pesar de ser derrotado por el sultán otomano Selim el Severo en la funesta batalla de Chaldiran (que inició 41 años de guerra, en los que perdió el control del este de Anatolia e Irak), su dinastía marcó el inicio de un gran renacimiento iraní.

Bajo el gobierno del hijo de Ismaíl, Tahmasp (r. 1524-1576), la capital se trasladó de Tabriz a Qazvin, y los reyes europeos empezaron a interesarse por Persia. Los safávidas alcanzaron su momento culminante con el brillante sah Abbas I (Abbas el Grande, r. 1587-1629), quien, siguiendo los consejos militares del aventurero inglés Robert Shirley, derrotó a las diversas facciones turcas y turcomanas para crear lo que se considera el tercer Imperio persa.

Los safávidas instauraron el chiismo como religión oficial de Persia, lo que les hizo enfrentarse regularmente al Imperio otomano sunita, y auspiciaron un renovado florecimiento del arte y la arquitectura. Abás trasladó la capital a Isfahán y comenzó a reconstruir la ciudad alrededor de la plaza Naqsh-e Jahan (del Imán).

Las potencias europeas empezaron a ver en Persia un interesante mercado. Las empresas inglesas obtuvieron concesiones y el comercio aumentó. El Imperio safávida continuó durante casi un siglo tras la muerte de Abbas, pero fue un período de luchas políticas y rivalidades internas. En 1722, los afganos asediaron Isfahán y al final se hicieron con el control de la ciudad, matando a miles de personas pero preservando sus maravillas arquitectónicas.

El sah Nader y Karim Khan Zand

Los safávidas fueron brevemente rescatados del olvido por un mercenario, Tahmasp Qoli, quien, en 1729, dispersó a los afganos junto con las fuerzas rusas y turcas que estaban invadiendo el norte. Gobernó oficiosamente Persia hasta 1736, cuando se autocoronó como sah Nader, terminando definitivamente con la dinastía safávida. Decir que Nader era un mercenario brillante es un eufemismo. La historia lo considera un megalómano que invadió la India en 1738 y volvió con un botín que incluía los diamantes Kuh-e Nur y Darya-e Nur (el último puede verse en el Tesoro de las Joyas Nacionales de Teherán). Sus constantes guerras agotaron al país y, en 1747, su asesinato dio lugar a un esperado, aunque temporal, fin de las hostilidades.

Karim Khan Zand (r. 1750-1779), un señor feudal del oeste de Irán, tomó el poder a continuación. No le interesaba mucho la guerra y se le recuerda por trasladar la capital a Shiraz, donde construyó el impresionante Arg-e Karim Khan y la Masjed-e Vakil (mezquita del Regente).

Los Kayar y la Revolución Constitucional

La dinastía de los Kayar fue un desastre para Irán; en pocos años llevó al país a la ruina. En 1779, tras la muerte de Karim Khan, el eunuco Aga Mohammad Khan llevó al poder a esta familia de origen azerí y creó una nueva capital en la, por entonces, aldea de Teherán. En 1795 logró arrebatar el control de toda Persia a Lotf Ali Khan.

Por entonces, tanto los rusos como los británicos tenían sus ojos puestos en Irán. Rusia estaba decidida a tener acceso al golfo Pérsico y a la India, mientras que Gran Bretaña estaba igualmente decidida a negárselo. Durante el mediocre reinado del sah Fath Ali (r. 1797-1834), Rusia conquistó Georgia, Shirvan (hoy Azerbaiyán), el este de Armenia y Daguestán, todos territorios semiindependientes perteneciente hasta entonces al ámbito de influencia persa.

Aunque responsable de una amplia campaña de modernización, el sah Nasser al-Din (r. 1848-1896) estaba más interesado en coleccionar arte, construir museos y atender a sus numerosas mujeres. Los sahs de la familia Kayar gastaban tanto en lujos que el tesoro tuvo que vender muchos activos. Los compradores extranjeros estaban más que ansiosos por aprovechar la situación. En una ocasión, Nasser al-Din intentó vender los derechos en exclusiva para explotar los recursos económicos de Irán (incluidos todos los bancos, minas y ferrocarriles) por un primer pago de 40 000 libras esterlinas, a la que seguirían pagos de 10 000 durante los siguientes 25 años. En cuanto se filtró la noticia, fue obligado a cancelar el trato.

Cuando se supo que hubo un intento de vender el monopolio del tabaco, el descontento acabó en revuelta. En 1906, el tercer sah de la dinastía Kayar, Muzaffar al-Din (r. 1896-1907), fue obligado a aprobar un embrionario Parlamento, el primer Majlis, y una Constitución, proceso que se conoció como Revolución Constitucional.

Sin embargo, el Majlis no fue del agrado del implacable nuevo sah Mohammad Ali, que lo atacó con artillería y, en 1908, impuso la ley marcial, lo que provocó un levantamiento en Tabriz en 1909. El sah fue obligado a abdicar en favor de su hijo, que aún era un niño.

Durante la I Guerra Mundial, tanto Gran Bretaña como Rusia ocuparon zonas de Irán, mientras los turcos asolaban el noroeste del país, parcialmente cristiano. Inspirada por el nuevo régimen ruso, la provincia de Guilán (la zona oeste del mar Caspio) se separó en 1920 para constituir una república soviética bajo el gobierno de Mirza Kuchik Khan. El pusilánime sah no fue capaz de reaccionar, por lo que Gran Bretaña respaldó a un carismático oficial del ejército, Reza Khan, quien inmediatamente recuperó Guilán antes de derrocar al sah Ahmad.

Los Pahlevi

Reza Khan

Desde 1921, cuando dio el golpe de Estado para acabar con el gobierno de los Kayar, Reza Khan, un militar sin mucha formación, pero muy astuto, fue, oficiosamente, el rey de Persia. En principio nombró a un primer ministro que era un mero títere, pero en 1923 fue él quien asumió el cargo, hasta que en 1925 se coronó a sí mismo, como Napoleón, como primer sah de la dinastía Pahlevi.

El sah Reza, como se le conoció, se impuso una enorme tarea: llevar a Irán al s. XX del mismo modo que su vecino, Mustafá Kemal Atatürk, estaba modernizando Turquía. La alfabetización, las infraestructuras de transporte, el sistema sanitario, la industria y la agricultura estaban muy descuidados. Al igual que Atatürk, el sah pretendía mejorar la situación de la mujer, y para ello declaró ilegal el uso del chador. Imitando también a Atatürk, insistió en el uso de indumentaria occidental y trató de acabar con el poder de las instituciones religiosas.

Sin embargo, Reza carecía de la sutileza de Atatürk, y sus decretos le granjearon muchos enemigos. Algunas mujeres aceptaron la nueva norma de vestimenta; otras no. Aún hoy, algunos ancianos iraníes cuentan que sus madres se encerraron en casa durante seis años: les daba miedo ser detenidas por salir a la calle con la cabeza cubierta y les avergonzaba hacerlo sin un pañuelo.

A pesar de mantenerse aparentemente neutral durante la II Guerra Mundial, el evidente apoyo de Reza al régimen nazi fue la gota que colmó el vaso para Gran Bretaña y Rusia. En 1941, fue obligado a exiliarse en Sudáfrica, donde murió en 1944. Los británicos dispusieron que fuera su hijo, Mohammad Reza, de 21 años, quien le sucediera. En 1943, en la Conferencia de Teherán, Gran Bretaña, Rusia y EE UU firmaron la Declaración de Teherán, con la que ratificaron la independencia de Irán. El joven Mohammad recuperó el poder absoluto bajo la influencia de los británicos.

Mohammad Reza

Cuando el primer ministro Ali Razmara fue asesinado en 1951, el nacionalista Mohammad Mosaddeq, de 70 años, líder del Movimiento del Frente Nacional, subió al poder tras haber prometido nacionalizar la muy rentable Anglo-Iranian Oil Company (más adelante British Petroleum). Sin embargo, dos años más tarde fue derrocado por un golpe de Estado orquestado por la CIA y Gran Bretaña.

Con la desaparición de Mosaddeq, el gobierno de EE UU alentó al sah a seguir adelante con un programa de modernización económico-social llamado la Revolución Blanca, porque se iba a implementar sin derramar sangre. Muchos iraníes recuerdan este período con cariño por las reformas, como una mayor emancipación de la mujer y la alfabetización. Sin embargo, para una población musulmana conservadora y básicamente rural, fueron demasiado rápidas. Las instituciones religiosas y los ulemas también se opusieron a las reformas agrarias que les privaban de derechos y a las reformas electorales que concedían el voto a los no musulmanes.

En 1962, el ayatolá Ruhollah Jomeini, que entonces vivía en Qom, emergió como figura aglutinante de la oposición al sah. En 1964, este aprobó un proyecto de ley que impedía que los soldados estadounidenses que estaban en Irán fueran detenidos. Jomeini respondió afirmando que el sah había “reducido al pueblo iraní a un nivel inferior al de un perro americano”, porque si alguien atropellaba a un perro en América, tendría que enfrentarse a la justicia, mientras que si un americano atropellaba a un iraní en Irán saldría impune. El sah reaccionó desterrando a Jomeini.

En 1971, el sah organizó una serie de ostentosos actos para celebrar los 2500 años de la fundación el Imperio persa, esperando avivar así la llama del nacionalismo. Más de 60 reyes y jefes de Estado de todo el mundo asistieron a la conmemoración, que se celebró en una lujosa tienda de campaña construida para la ocasión en Persépolis. La cobertura de la noticia llevó la cultura iraní a todo el mundo, pero en el país alentó a los que veían al sah como un derrochador.

Irónicamente, el aumento del precio del petróleo en 1974 también contribuyó a la perdición del sah. En apenas un año, los ingresos por la venta de petróleo pasaron de 4 a 20 billones de dólares, pero el sah dejó que los fabricantes de armas estadounidenses le convencieran para gastar gran parte de ese dinero en armamento que luego permaneció inactivo en el desierto. A medida que el mundo iba entrando en recesión, los precios del petróleo se desplomaron y varias reformas sociales previstas no pudieron llevarse a cabo.

La Revolución

Desde que empezó a gobernar la dinastía Pahlevi, la resistencia se había avivado y ocasionalmente estallaba la violencia. Los estudiantes querían reformas, los musulmanes devotos querían reformas y todo el mundo criticaba el evidente lujoso tren de vida de los Pahlevi.

La oposición provenía de grupos laicos, islámicos y de obreros comunistas, cuyo objetivo común era destituir al sah. El exiliado ayatolá Jomeini era una figura inspiradora, aunque gran parte de la oposición corría a cargo de sindicalistas, comunistas y ciudadanos de clase media.

Mientras la economía se debilitaba, la oposición ganaba confianza y organizaba masivas manifestaciones y sabotajes a pequeña escala. El sah respondió con una contundencia brutal y su servicio de inteligencia, el Savak, se hizo famoso por torturar y asesinar. En noviembre de 1978 impuso la ley marcial y cientos de manifestantes fueron asesinados en Teherán, Qom y Tabriz. El hasta entonces constante apoyo de EE UU empezó a flaquear y, en diciembre, el sah, desesperado, nombró primer ministro a Shapur Bajtiar, un veterano político de la oposición. Pero ya era demasiado tarde. El 16 de enero de 1979 (actualmente fiesta nacional), el sah Mohammad Reza Pahlevi y su tercera esposa, Farah Diba, abandonaron el país.

Las frecuentes apariciones de Jomeini en la BBC persa lo habían convertido en el líder espiritual de la oposición. A sus 76 años, todo el mundo esperaba que, una vez expulsado el sah, asumiría un rol no intervencionista, más propio de un estadista. Sin embargo, estaban equivocados. El 1 de febrero de 1979, cuando regresó a Irán, Jomeini explicó a las exultantes masas su visión de un nuevo Irán libre de influencias extranjeras y fiel al islam: “De ahora en adelante seré yo quien nombre al Gobierno”.

Las secuelas de la Revolución

El ayatolá Jomeini puso en práctica el dicho “después de la revolución viene la revolución”. Su intención era fundar una República Islámica dominada por los religiosos, y lo consiguió con brutal eficacia.

Grupos como Pueblo de Fedaian, los Muyahidines del Pueblo Islámico y el partido comunista Tudeh habían sido fundamentales para socavar al sah. Sin embargo, una vez este hubo salido del país, fueron marginados. Había gente que desaparecía, se producían ejecuciones tras juicios rápidos y arbitrarios, y los funcionarios se tomaban la justicia por su mano. La Revolución había sido un esfuerzo con una base social muy amplia, pero quedó en manos de los clérigos y así nació la República Islámica.

Tras un referéndum celebrado en marzo de 1979 en el que el 98,2% de la población votó a favor, se fundó la primera República Islámica del mundo con el ayatolá Jomeini como líder supremo.

Casi de inmediato, el nuevo Estado levantó sospechas y fue acusado de adoptar políticas de confrontación para promover otros regímenes afines en otros lugares del mundo. En noviembre de 1979, un grupo de estudiantes universitarios irrumpieron en la embajada de EE UU y tomaron a 52 miembros del personal como rehenes, acción que más adelante contó con la bendición de Jomeini. Una misión de rescate de las fuerzas especiales estadounidenses fracasó cuando los helicópteros que supuestamente tenían que poner a salvo a los rehenes chocaron en el desierto, cerca de Tabas. Durante 444 días, el asedio de la embajada norteamericana fue la prioridad del presidente demócrata Jimmy Carter.

La Guerra de Irán-Irak

En 1980, aprovechando el caos interno de Irán, el presidente iraquí Saddam Hussein invadió la provincia de Juzestán, muy rica en petróleo, afirmando que era una zona que históricamente pertenecía a Irak. Fue un catastrófico error de cálculo que se tradujo en ocho años de guerra.

Irónicamente, la invasión fue fundamental para consolidar el apoyo a la hasta entonces débil Revolución islámica, ya que proporcionó un enemigo común contra el que luchar y una ocasión para difundir la Revolución por la fuerza de las armas. Irak estaba mejor equipado, pero Irán contaba con una mayor población y un sentido de rectitud y fervor religioso avivado por sus mulás.

La lucha fue feroz; se utilizó gas venenoso y la guerra de trincheras, algo que no se veía desde la I Guerra Mundial. Los voluntarios islámicos (los basijis), algunos con solo 13 años, decidieron limpiar los campos minados avanzando por ellos, confiando en que irían al cielo como mártires. En julio de 1982, Irán obligó a retroceder a los iraquíes hasta la frontera, pero en lugar de aceptar la paz, amplió su ofensiva para ocupar Nayaf y Kerbala, dos importantes centros de peregrinación chiita.

La guerra duró seis años más. Millones de iraníes perdieron sus hogares y empleos, y unos 1,2 millones huyeron de la zona de guerra; muchos se trasladaron permanentemente a la lejana Mashhad. Finalmente, a mediados de 1988, se negoció un alto el fuego, aunque los prisioneros aún seguían siendo objeto de intercambio en el 2003.

Mientras la guerra continuaba, diferentes facciones dentro de Irán seguían luchando por la supremacía. En junio de 1981, la explosión de una bomba en la sede del Partido Republicano Islámico mató a su fundador, el ayatolá Beheshti, y a otras 71 personas, entre ellas cuatro ministros. En agosto, una segunda bomba mató al presidente Rajai y al nuevo primer ministro. Los Muyahidines del Pueblo Islámico, otrora aliados pero ahora feroces enemigos de los religiosos, fueron culpados de estas acciones. Aun así, en 1983 toda la oposición efectiva a Jomeini había sido aplastada.

Después de Jomeini

El 3 de junio de 1989, cuando el ayatolá Jomeini falleció, su cargo de líder supremo pasó a manos del ex presidente Ali Jameini. La presidencia, que había sido anteriormente un cargo en gran parte ceremonial, cambió con la elección del ulema Akbar Hashemi Rafsanyani, que inició una serie de reformas económicas muy necesarias. A pesar de ser considerado como el hombre más rico y corrupto del país, Rafsanyani fue reelegido en 1993. El conservadurismo social y religioso seguía muy arraigado en la sociedad, pero la política interior adquirió un aire más pragmático. Esto incluyó una agresiva campaña para frenar el crecimiento de la población con la anticoncepción y un mayor esfuerzo para llevar electricidad, agua corriente, teléfono y carreteras asfaltadas a zonas rurales largamente ignoradas durante el gobierno de los sahs.

Jatamí y los reformistas

En 1997, el moderado y reformista Hojjat-ol-Eslam Sayyed Mohammad Jatamí se convirtió en presidente con una victoria aplastante; puede que Akber Hashemi Rafsanyani hubiera perdido poder, pero siguió siendo una figura clave con poder político hasta su muerte, en 2017. Casi todo el mundo, pero sobre todo los ulemas, se sorprendieron por la victoria de Jatamí. Según los estándares iraníes, era liberal, pero también contaba con una amplia carrera en el stablishment: había estudiado teología en Qom, había ocupado cargos importantes durante la Guerra de Irán-Irak y fue ministro de Cultura y Orientación Islámica durante 10 años hasta que fue obligado a dimitir en 1992 por ser demasiado liberal.

Su elección mandó un abrumador mensaje de descontento a los conservadores islámicos y se tradujo en una liberalización polémica y no legislada. Jatamí prometió “cambiar las cosas desde dentro”, una política que evitara el enfrentamiento con los ulemas y un cambio desde el seno del sistema teocrático. Cuando los reformistas lograron una gran mayoría en el año 2000 y Jatamí fue reelegido con el 78% de los votos en el 2001, el panorama era muy esperanzador. Pero lo que la gente quería y lo que Jatamí y el Majlis (Parlamento) eran capaces de ofrecer resultó ser muy distinto. De los cientos de leyes aprobadas por el Majlis en su mandato de cuatro años, más del 35% fueron vetadas por el conservador Consejo de Guardianes.

La respuesta de los conservadores no acabó aquí. Los intelectuales reformistas fueron asesinados, los estudiantes golpeados por protestar, decenas de periódicos reformistas cerrados y sus directores encarcelados. Con los reformistas incapaces o demasiado asustados para llevar a cabo las reformas prometidas, la gente perdió la fe en ellos.

El período Ahmadineyad

Con los reformistas lejos del poder y la gente desencantada con la política, Mahmud Ahmadineyad, ex miembro de la Guardia Republicana y alcalde de Teherán, fue inesperadamente elegido presidente en el 2005. A pesar de su conservadurismo religioso, su imagen de hombre del pueblo gustó a una población frustrada y enfadada con la camarilla de ulemas, militares y compinches que se habían convertido en la nueva élite iraní.

Las promesas de Ahmadineyad de “poner los ingresos del petróleo en las mesas de la gente” sentaron bien, aunque en realidad eran inviables. Los precios del combustible, la inflación y el desempleo aumentaron; las represiones sociales fueron más frecuentes; las sanciones internacionales por el tema nuclear fueron más estrictas y, sobre todo, en las ciudades, Ahmadineyad y su gobierno fueron considerados incompetentes por muchos iraníes. En la sombra, Ahmadineyad sustituyó a algunos gobernadores y burócratas con experiencia por sus ex camaradas de la Guardia Republicana.

Durante el período previo a las elecciones generales del 2009, la oposición cerró filas en torno al candidato reformista, el ex primer ministro Mir-Hosein Musavi. Cuando Ahmadineyad fue rápidamente declarado vencedor, el Movimiento Verde protagonizó masivas protestas en las calles de Teherán y otras ciudades, orquestadas a través de Twitter y teléfonos móviles. La consiguiente represión se cobró decenas de vidas.

La lucha por Irán

Ahmadineyad se aferró al poder y, poco a poco, el peso de la represión acabó venciendo a la oposición: el Movimiento Verde se disolvió o pasó a la clandestinidad. Ese mismo año, el Gobierno iraní confirmó las sospechas internacionales de estar construyendo una planta de enriquecimiento de uranio cerca de Qom. Fuera o no esa la intención del Gobierno, el asunto desvió la atención de la polémica cuestión de las reformas político-sociales y se centró en la de un país conflictivo y con problemas con la comunidad internacional decidido a afirmar su soberanía. Desde entonces, el programa nuclear y su relación con el resto de los países han mantenido a Irán en los titulares y en el centro de la suspicacia internacional.

El movimiento reformista había resultado severamente dañado por las consecuencias del fracaso del Movimiento Verde de aumentar su poder en el 2009. Aun así, la inestabilidad existente en la sociedad iraní moderna −reformistas liberales con poder en las ciudades frente a religiosos conservadores y sus comunidades rurales− simplemente no desaparecerá y es poco probable que lo haga a corto plazo. En el 2015, el reformista Hasan Rouhani ganó las elecciones generales mientras el péndulo volvía a moverse a favor de los que defienden la reforma de la República Islámica.

 

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