Historia de Marruecos

Marruecos es una nación antigua. El actual rey, Mohammed VI, proviene de la dinastía alauí, regente en el país desde el s. XVII. Anteriormente habían dejado su impronta imperios e invasores como romanos y árabes, que llevaron el islam e hicieron de Marruecos lo que es hoy. Sus vínculos con Europa, al otro lado del Mediterráneo, y con el resto de África, al otro lado del Sáhara, han dado lugar a una nación única con una historia singular.

Romanos y bereberes se encuentran

Los primeros habitantes de Marruecos fueron antepasados de los amazighes (que podría traducirse como “pueblo libre”) marroquíes, probablemente primos lejanos de los antiguos egipcios. Pescadores mediterráneos y criadores de caballos saharianos llegaron hacia el 2500 a.C., seguidos a finales del 800 a.C. por los fenicios y los africanos del Este hacia el 500 a.C. Cuando finalmente aparecieron los romanos en el s. IV a.C., se quedaron desconcertados ante un entorno tan multicultural.

Los siglos posteriores constituyeron una larga lección para los romanos. Los bereberes apoyaron a Aníbal y a los cartagineses contra Roma en las Guerras Púnicas (264-202 a.C.). Harto de la pertinaz rebeldía de los bereberes, el emperador romano Calígula declaró el final de la autonomía bereber en el Magreb en el 40 d.C.

Desafiando órdenes romanas

Pero los bereberes del Rif y del Atlas expulsaron a los romanos mediante una campaña de acoso y desobediencia. Muchos bereberes se negaron a adorar a los dioses romanos y algunos adoptaron la nueva religión proscrita del cristianismo en abierto desafío al poder de Roma. El cristianismo arraigó con firmeza en todo el norte de África; el propio san Agustín era un bereber converso.

Roma solo pudo afianzarse en la región coronando al rey local favorito, Juba II de Mauritania. El joven monarca se casó con la hija de Marco Antonio y Cleopatra, apoyó la investigación científica y la cultura y contribuyó a desarrollar industrias marroquíes que siguen siendo vitales: la producción de aceite de oliva en la región de Volúbilis (cerca de Mequínez), las viñas de las llanuras atlánticas y la pesca en las costas.

La influencia romana en Mauritania desapareció en los siglos que siguieron a la muerte de Juba II, debido a las rebeliones de los bereberes en el interior, cada vez más organizadas, y a los ataques de vándalos, bizantinos y visigodos en las costas atlántica y mediterránea.

La llegada del islam

A principios del s. VII, los bereberes de Marruecos veneraban a sus propias deidades indígenas, junto con los bereberes judíos y algunos conversos cristianos locales. La historia podría haber continuado así, de no ser por un hombre de mediana edad llamado Mohammed bin Abu Talib, que pronto sería conocido como el profeta Mahoma por su revelación de que solo hay un Dios y que los creyentes comparten el deber común de someterse a la voluntad divina. A la clase dirigente politeísta de La Meca no le gustó esta nueva religión que le asignaba responsabilidades compartidas y le quitaba su estatus de deidad menor, por lo que echaron al Profeta de la ciudad el 16 de julio del 622.

Este hijra (exilio) solo sirvió para extender con más fuerza el mensaje del profeta Mahoma. En el momento de su muerte en el 632, los califas árabes −líderes religiosos inspirados y envalentonados por sus enseñanzas− ya habían extendido el islam en dirección este hasta Asia central y oeste hasta el norte de África. No obstante, las luchas internas limitaron su alcance hasta este punto y el líder árabe omeya Uqba bin Nafi no alcanzó la costa atlántica de Marruecos hasta el 682. Según la leyenda, Uqba anunció que bastaría con que Dios le diera la señal para arremeter hasta el océano. Pero la legendaria reina guerrera bereber de Argelia, al Kahina, lo obligó a retirarse a Túnez.

Aunque la fuerza armada fracasó a la hora de convertir a los bereberes al islam, la fuerza de la convicción fue dando sus frutos poco a poco. Las premisas igualitarias del islam y su énfasis en el deber, el valor y el bien del grupo eran compatibles con muchas creencias bereberes, incluida la lealtad al clan, un concepto tan amplio que abarcaba prácticamente a todos los que descendieran de los equivalentes bereberes de Adán y Eva. Muchos bereberes se convirtieron al islam, beneficiándose de las rutas comerciales omeyas. Así, aunque Uqba murió a manos de sus enemigos bereberes antes de poder establecer una base sólida en Marruecos, sus sucesores lo lograron por medios diplomáticos en el s. VIII.

El islam permanece, pero los omeyas deben irse

La admiración entre los bereberes y los omeyas árabes no siempre fue mutua. Mientras los omeyas respetaban a los judíos y a los cristianos como hermanos creyentes en la palabra de un solo Dios, no tenían ningún reparo en obligar a los politeístas bereberes a pagar impuestos especiales y a servir como infantería.

Incluso los bereberes que se convertían al islam tenían que pagar un tributo a sus señores árabes. A mediados del s. VIII, el norte de África vivió varias insurrecciones. Armada solo con hondas, una fuerza especial de bereberes derrotó a la guardia de élite omeya. Los omeyas enseguida fueron desterrados de España y Marruecos y los nuevos líderes locales se hicieron con un lucrativo comercio: plata procedente del Sáhara occidental, oro de Ghana y esclavos de África occidental.

Una dinastía que desafía a la muerte: los idrisíes

En los primeros reinos bereberes, el historiador del s. XIV Ibn Jaldún detectó un patrón que se repetía en la historia dinástica marroquí. Surgía un líder decidido a obrar bien y a hacer contribuciones a la sociedad, además de llenar las arcas reales. Cuando la búsqueda del poder y los beneficios reales empezaban a eclipsar aspiraciones más elevadas, se pagaba con la pérdida de la autoridad moral. Entonces surgía un nuevo líder dispuesto a hacer el bien y el ciclo comenzaba de nuevo.

Así ocurrió con los idrisíes, la primera gran dinastía de Marruecos. Descendiente de la hija del profeta Mahoma, Idris I huyó de Arabia en dirección a Marruecos en el 786 tras descubrir el plan del califa Harun Al Rashid de asesinar a toda su familia. Tras ser proclamado imán (líder religioso) por los bereberes locales, unificó gran parte del norte de Marruecos en nombre del islam. Tan solo unos días después de instalarse en su nueva capital de Fez en el 792, los subalternos de Harun Al Rashid acabaron envenenando a Idris I. No obstante, su muerte no hizo más que aumentar su influencia; cinco siglos después, su cuerpo seguía milagrosamente intacto y su tumba en la escarpada población de Mulay Idris continúa siendo uno de los lugares de peregrinaje sagrados de Marruecos.

Su hijo, Idris II, escapó a los asesinos de Harun y expandió el control idrisí por todo el norte de Marruecos y parte de Europa. Los 13 hijos de Idris II compartieron el poder tras la muerte de su padre en la que tal vez fuera la primera aproximación real a la democracia en Marruecos. Juntos extendieron los principados idrisíes a España y construyeron las mezquitas de Fez: la mezquita Kairauine y la mezquita Andalusí.

Acérrimos guerreros: los almorávides

Gracias a los líderes y eruditos religiosos que ayudaban a regular el comercio, el norte de Marruecos comenzó a tomar forma como entidad económica bajo el mandato de los idrisíes. Pero el sur era otra historia. Cerca de Salé había aparecido un profeta disidente que blandía una versión bereber del Corán y estableció un islam apócrifo llamado Bargawata, que continuó siendo practicado en la región durante siglos. Los militares que se habían quedado controlando los puestos de avanzada comerciales en las montañas del Atlas y en el Sáhara exigían lo que llamaban “limosnas”, falsa nomenclatura religiosa que no engañaba a nadie y que despertaba resentimientos entre los fieles.

Del descontento del desierto surgieron los sanhajas, la piadosa tribu bereber del Sáhara que fundó la dinastía de los almorávides. Mientras los príncipes idrisíes estaban distraídos con las disputas por España y la zona mediterránea de Marruecos, los sanhajas entraron arrollando por el sur de Marruecos desde los actuales Senegal y Mauritania. Eran unos hombres mucho más que duros y su costumbre de llevar velos oscuros todavía la practican los contados tuaregs que aún quedan: los legendarios “hombres azules” del desierto (y los muchos turistas que los imitan sacándose la foto de rigor montados en camello). Cuando estos intimidatorios y misteriosos hombres llegaron a los puestos chiíes y bargawatas bajo el mando de Yahya ben Umar y su hermano Abu Bakrrode, arrasaron burdeles e instrumentos musicales y eliminaron a sus oponentes.

De Marrakech a Barcelona, una poderosa pareja

Después de que Yahya fuera asesinado y Abu Bakr llamado nuevamente al Sáhara para zanjar las disputas con los sanhajas en el 1061, solo quedó el primo de ambos, Yusuf ben Tachfine, para emprender operaciones militares desde un campamento que con el tiempo se convertiría en la ciudad de Marrakech. Para evitar a su esposa las duras condiciones de la vida en el Sáhara, Abu Bakr se divorció de la brillante heredera bereber Zeinab en Nafzawiyyat y la casó con su propio primo. Fue un enlace providencial. Era el tercer matrimonio de Zeinab: antes de casarse con Abu Bakr, había enviudado de uno de los ciudadanos más destacados de Aghmat y disponía de considerable fortuna y experiencia política. Entre la iniciativa de Ben Tachfine y las capacidades financieras y estratégicas de Zeinab, los almorávides fueron imparables.

Los almorávides tardaron un tiempo en dar forma a su nueva capital, con demasiadas montañas y bereberes rivales alrededor y escasas palmeras. Levantaron una muralla de adobe alrededor de la ciudad de 8 m de altura y 19 km de longitud e instalaron el sistema de irrigación subterránea conocido como khetara que aún abastece al vasto palmeral de las afueras de Marrakech. Las comunidades judías y andalusíes de Fez prosperaron bajo Ben Tachfine, un consumado diplomático y brillante estratega militar, al igual que su esposa. Sus aliados musulmanes españoles le urgieron a interceder contra los príncipes cristianos y musulmanes de España, quejándose amargamente de extorsiones, ataques y libertinaje. Con casi 80 años cumplidos, Ben Tachfine llevó a cabo varias campañas que aseguraron el control almorávide de Al-Ándalus, prácticamente hasta los límites de la ciudad de Barcelona.

Palos y piedras: los almohades

Suceder a Yusuf ben Tachfine no era tarea fácil. Su hijo Alí, de madre cristiana, compartía el compromiso de su padre con la oración y la planificación urbanística. Pero mientras el joven idealista Alí hacía maravillas con la arquitectura y el sistema de irrigación de Marrakech, una nueva fuerza al otro lado de los muros de la ciudad adquiría el vigor de una tormenta del Atlas: los almohades.

Los historiadores almohades culparían posteriormente a Alí de dos actos supuestamente peligrosos: dejar a las mujeres al cargo y permitir que los cristianos tocaran la bebida. Mientras Alí se recluía para orar y ayunar, la corte y los oficiales militares quedaban a su libre albedrío. Por lo visto, las tropas cristianas almorávides estaban convenientemente estacionadas cerca de los mercaderes de vino de Marrakech.

Los duros golpes de Ben Tumart

Nada de esto agradaba a Mohammed ben Tumart, el líder espiritual almohade que se había ganado una reputación de vigilante religioso en Mequínez y Salé. Ben Tumart acabó desterrado de Marrakech en la década de 1120 por golpear y tirar del caballo a la hermana de Alí. Pero, aunque murió poco después, no hubo forma de parar a los almohades. Tomaron Fez en 1145 tras un sitio de nueve meses, aunque reservaron su recto furor por Marrakech para dos años después, arrasando el lugar y acabando con lo que quedaba de la corte de Alí (este murió en 1144). En 1156 se erigió la mezquita de Tin Mal en honor de Ben Tumart en el Alto Atlas, una maravilla de gracia austera y sólidos cimientos.

Equipos almohades de derribo y construcción

Poco después se desataría una sangrienta lucha por el poder entre los hijos de Ben Tumart y los hijos de sus generales, que no se resolvería definitivamente hasta 1185, cuando Abu Yusuf Yacub, el joven hijo del gobernador musulmán de Sevilla y Valencia, penetró en Marruecos y echó a sus enemigos hacia el desierto. Pero también mantuvo y amplió su poder en España, donde sus muchas victorias le granjearon el apodo de El Mansur (el Victorioso). Hizo construir la Giralda de Sevilla en honor del alminar de la Kutubía de Marrakech y reinventó la ciudad de Marrakech para que rivalizara con Fez como capital y centro de estudios almohades.

La proeza urbanística de Yacub Al-Mansur también hizo de Fez una de las ciudades medievales más limpias, con 93 hammams, 47 fábricas de jabón y 785 mezquitas, con sus consiguientes instalaciones para las abluciones. Fue el mecenas de grandes filósofos, como el erudito aristotélico Ben Rashid, cuyos comentarios contribuyeron a un renacimiento entre los filósofos italianos, o el maestro sufí Sidi Bel Abbes. Sin embargo, la tolerancia y la admiración de Yacub por la arquitectura no fueron universales y varias sinagogas fueron derribadas bajo su mandato.

Derrotado por toros y traiciones

Un pensamiento similar (o falta de él) prevalecía en la Europa del s. XII, donde la caza al hereje se convirtió en tortura aceptada mediante las bulas papales de Inocencio IV. En esa época, el obispo Bernardo de Toledo se apoderó de la mezquita de Toledo y embarcó a los reyes cristianos de Castilla en una cruzada contra los musulmanes. Los almohades no estaban en condiciones de responder. Nombrado califa con 16 años, el hijo de Yacub no estuvo a la altura de las responsabilidades religiosas que iban con el cargo. Estaba muy obsesionado con las corridas de toros y acabó destripado. En 1230 su otro hijo nombrado califa, Al Mamun, se alió con sus perseguidores cristianos y atacó a sus semejantes almohades en un desesperado intento de mantener el imperio de su padre.

Por matrimonio o asesinato: los benimerines

Cuando los bereberes zanatas del Anti-Atlas invadieron la capital almohade de Marrakech en 1269, la derrota almohade se consumó. Los zanatas ya habían derrocado a los almohades en Mequínez, Salé, Fez y gran parte de la costa atlántica y para ganarse el favor de los creyentes prometieron establecer un liderazgo moral bajo la nueva dinastía benimerín. Fieles a su promesa, los benimerines acometieron la construcción de madrazas (escuelas de aprendizaje religioso) en todas las ciudades importantes que conquistaban, gravando para ello con impuestos especiales a las comunidades cristianas y judías; a cambio, permitieron que los miembros de dichas comunidades trabajaran en sectores fundamentales del comercio; además, contrataron a mercenarios cristianos y a consejeros judíos para que ayudaran en las tareas de gobierno.

Pero en esta ocasión los nuevos gobernantes se enfrentaban a un pueblo remiso a dejarse convencer con promesas de piedad. Fez se sublevó y los cristianos castellanos se impusieron en Salé. Para apuntalar sus intereses en España, los benimerines se aliaron con los príncipes castellanos en contra de los gobernantes musulmanes de Granada. Una vez más, el tiempo demostró que se trataba de una estrategia equivocada. Durante el s. XIV la España musulmana cayó en poder de los cristianos, que recuperaron el estrecho de Gibraltar. Los benimerines tampoco contaban con el favor de la Inquisición: más de un millón de musulmanes y judíos serían expulsados de España.

Sin poder militar ni derecho religioso que reforzara sus demandas imperiales, los benimerines optaron por otro método ancestral: el matrimonio. En el s. XIV los líderes benimerines se ganaban a sus enemigos casándose con princesas de Granada y Túnez, para luego reclamar Argel, Trípoli y el estratégico puerto de Ceuta.

Dirigentes asesinados

Pero los lazos de los matrimonios reales no eran inquebrantables y el Imperio benimerín quedó devastado por la peste. Abú Inan vio su oportunidad con la Muerte Negra (peste) y se proclamó a sí mismo nuevo gobernante a pesar de un inconveniente menor: su padre todavía estaba vivo. Abú Hassan salió rápidamente de Trípoli para arrebatar el control a su traicionero hijo en Fez, aunque en vano. Abú Inan enterró a su padre en la necrópolis real benimerín a las afueras de Rabat en 1351. Unos años más tarde, en 1358, él mismo sería estrangulado por uno de sus asesores.

Para no dejar rastro, el asesino de Abú Inan prosiguió con su regia matanza hasta que el benimerín Abú Salim Ibrahim regresó de España y le asesinó. El consejero de Abú Salim trató de ganarse a su jefe ofreciéndole a su hermana en matrimonio, pero tras la boda le cortó la cabeza; entonces sustituyó a Abú Salim por un títere benimerín, pero después se lo pensó mejor y estranguló también al nuevo sultán. El escurridizo consejero fue a su vez asesinado por otro benimerín, depuesto pocos años después por otro benimerín más; y así continuó la historia durante cuatro décadas, con nuevos gobernantes benimerines y consejeros que mataban a los titulares del cargo cada pocos años.

Mientras los benimerines se preocupaban por el cariz sangriento de los asuntos de Estado en Mequínez y Fez, los portugueses se hicieron con el control de la franja costera de Marruecos.

Dulce victoria: los saadíes

Una gran parte de Portugal (Lisboa incluida) había permanecido sometida al dominio musulmán durante el s. XII y ahora los portugueses estaban listos para devolver el golpe. El reino luso precisaba, de una parte, un suministro fijo de alimentos para su pueblo y, de otra, oro para fortalecer su creciente imperio; pero Marruecos se interponía. Como ninguna nación podía arrebatar las rutas comerciales saharianas a los astutos guerreros bereberes, que llevaban siglos controlando los oasis y los pasos de montaña, los portugueses optaron por una estrategia en la que poseían claras ventajas técnicas: la guerra naval y sus modernas armas de fuego. Mediante la táctica sistemática de tomar puertos marroquíes a lo largo de las costas mediterránea y atlántica, las naves portuguesas sortearon a los bereberes en el interior y pusieron directamente rumbo a África occidental en busca de oro y esclavos.

Caravanas del azúcar

Cuando el comercio en el Sáhara comenzó a agotarse, quedó claro que había que hacer algo. Comunidades enteras del interior se vieron diezmadas y la ciudad de Marrakech, otrora opulenta, sufrió el azote de la hambruna. Los bereberes saadíes procedentes del valle del Draa iniciaron la lucha contra los portugueses. Con sucesivas victorias sobre rivales europeos, bereberes y otomanos, los saadíes pudieron reinstaurar el comercio interior y abastecer los mercados europeos con mercancías tan codiciadas como el oro, los esclavos, el marfil, las plumas de avestruz y el azúcar.

Los saadíes satisfacían las ansias de azúcar de los europeos a precios muy elevados. Con amenazas de invasiones a gran escala, los saadíes no tenían problemas para asustar a clientes y proveedores. El comerciante de azúcar más peligroso fue el sultán saadí Ahmed al Mansur ed Dahbi, que se ganó los sobrenombres de Al Mansur (el Victorioso) y Ed Dahbi (el Dorado) por vencer y desplumar a enemigos desde Portugal a Sudán. Este nuevo Midas utilizó lo recaudado para forrar desde el suelo hasta el techo su palacio Badi de Marrakech con oro y piedras preciosas. Pero a la muerte del sultán, su efímero sucesor arrasó el palacio hasta los cimientos y así ha permanecido hasta hoy.

El auge de los ‘mellahs’

Bajo los saadíes, las comunidades judías también fueron cruciales como proveedoras de los lujos más preciados del momento en Marruecos: la sal y el azúcar. Mientras los judíos europeos se enfrentaban a la Inquisición, las conversiones forzosas y las ejecuciones sumarias, la dinastía saadí, relativamente más tolerante, brindó cierto grado de seguridad a las comunidades locales, delimitando una zona de Marrakech, al lado de la kasba real, como barrio judío o mellah, nombre que proviene de la voz árabe que significa “sal”. Esta protección se pagaba con creces mediante los impuestos con que se gravaba los negocios de judíos y cristianos, y está claro que los opulentos soberanos saadíes salían ganando en el trato. Con todo, varios marroquíes judíos adquirieron preeminencia como consejeros reales y en las tumbas saadíes de Marrakech las confidentes judías de confianza están enterradas más cerca de los reyes que sus propias esposas.

Durante el día, los mercaderes judíos tenían libertad para comerciar junto con cristianos y musulmanes y se les confiaban los preciados cargamentos de sal, azúcar y oro traídos del Sáhara; por la noche, en cambio, permanecían bajo custodia en sus juderías. Una vez que los mellahs de Fez y Marrakech se vieron abarrotados de judíos llegados de Europa, se fundaron otros mellahs en Esauira, Safi, Rabat y Mequínez, y las tradiciones de artesanía que florecieron en aquellas ciudades han pervivido hasta hoy. La influencia de los mellahs se propagó por todo Marruecos, sobre todo en platos fuertes y picantes con presencia de los ingredientes salados, encurtidos y escabeches que caracterizan la cocina judeo-marroquí.

Piratas y políticos: los primeros alauíes

El Imperio saadí se disolvió en el s. XVII con una situación de guerra civil que duró hasta que llegaron los alauíes. Con ilustres antecesores como la familia del profeta Mahoma y descendientes que se extienden hasta el actual rey Mohammed VI, los alauíes supusieron todo un cambio comparados con los alocados saadíes y su anárquico legado. Pero muchos marroquíes habrían preferido la anarquía al segundo gobernante alauí, el odiado Mulay Ismail (1672-1727).

Déspota integral que se lo pasaba en grande destripando a la gente en público y ejerciendo de dentista aficionado con los cortesanos que lo irritaban, Mulay Ismail era también un estudioso, padre de cientos de hijos y considerado “mister popularidad” entre sus colegas reales europeos. Los nobles europeos prodigaban elogios a las fastuosas cenas que se les ofrecían en el Palacio Real de Mulay Ismail en Mequínez, construido por forzados cristianos; se cuenta que, cuando terminaron las obras, algunos de ellos fueron emparedados vivos. Mulay pagaría la factura de los agasajos brindados a la realeza europea pirateando.

En el servicio no tan secreto de Su Majestad: los piratas de Berbería

La reina Isabel I de Inglaterra puso en marcha la actividad de los piratas en el Atlántico al aliarse con los saadíes y los corsarios –piratas que gozaban de una licencia especial llamada patente de corso– en contra de su archienemigo Felipe II, rey de España. Quienes demostraron una más siniestra eficacia fueron los piratas de Berbería o berberiscos: moriscos (musulmanes españoles) que en España habían sido obligados a convertirse y perseguidos y que por tanto tenían un motivo más para sacar dinero a los españoles. Jacobo I ilegalizó a los corsarios ingleses en 1603, pero no pareció importarle demasiado que Mulay Ismail echara una mano –pasando factura, claro está– a los muchos piratas británicos y berberiscos que se refugiaban en los puertos reales de Rabat y Salé.

Las lealtades piratas son, sin embargo, sumamente frágiles y en el s. XVII los piratas berberiscos atacaron Irlanda, Gales, Islandia e incluso Terranova. También capturaron prisioneros, incluso entre sus antiguos aliados ingleses, que solían utilizar como rehenes y liberar tras un período de servidumbre. En general, las condiciones de los cautivos eran mejores con los piratas berberiscos que bajo los especuladores franceses, que solían obligarlos a remar en las galeras de esclavos hasta morir. A pesar de todo, un grupo de cautivos ingleses recién liberados por presiones de Inglaterra en 1684 no debieron apreciar la diferencia y dejaron a sus espaldas el puerto de Tánger incendiado. Otros ingleses, sin embargo, vieron las ventajas de la piratería y los secuestros: cuando los portugueses fueron expulsados de Esauira en el s. XVII, un preso británico liberado que se había convertido al islam se alió con un especulador francés para reconstruir la ciudad para el sultán, con el trabajo gratuito de los cautivos europeos.

Aguas revueltas para los alauíes

Tras la muerte de Mulay Ismail, su tropa de élite, formada por entre 50 000 y 70 000 abid –la denominada Guardia Negra–, se desbandó y ni uno solo de sus muchos hijos logró sucederlo en el trono. La dinastía alauí perduró hasta el s. XX, pero el país caía a menudo en el desorden cuando los gobernantes sobrepasaban los límites. La piratería y la política se convirtieron en las claves para prosperar durante los ss. XVIII y XIX y ninguno de los dos métodos excluía al otro. Controlando los puertos clave marroquíes y enemistando a los poderes europeos entre sí, los oficiales y los forajidos descubrieron que podían embolsarse parte de todas las mercancías que pasaban por el estrecho de Gibraltar o por la costa atlántica.

A finales del s. XVIII, cuando Sidi Mohammed ben Abdullah acabó con la piratería oficial de sus predecesores y rechazó negocios turbios con potencias extranjeras, los resultados financieros fueron nefastos. Eso, añadido a las plagas y las sequías, hizo que la situación del país se convirtiera en desastrosa.

Invasiones europeas

Pese al éxito de sus politiqueos con Europa, daba la impresión de que los primeros alauíes habían olvidado una regla sagrada de la diplomacia marroquí: nunca se puede prescindir de las alianzas con los bereberes. El sultán Mulay Hassan intentó recabar apoyo entre los bereberes del Alto Atlas a finales del s. XIX, pero para entonces ya era demasiado tarde. Alrededor de 1830, Francia ya tenía intereses en Marruecos y se había aliado con los bereberes por todo el norte de África para eludir a los otomanos. Tras siglos de luchas contra los marroquíes, España consiguió controlar zonas del norte de Marruecos en 1860, a la par que generaba un duradero resentimiento por desacralizar cementerios, mezquitas y otros lugares sagrados en Melilla y Tetuán. Mientras la astuta reina Victoria de Inglaterra entretenía a los dignatarios marroquíes y presionaba para conseguir reformas legales en Marruecos, sus emisarios estaban ocupados en cerrar acuerdos con Francia y España.

Libre como el viento en Tánger

En las ciudades marroquíes y en los puestos de montaña bereberes era cada vez más difícil mantener el orden y Mulay Hassan empleó a poderosos líderes bereberes para recuperar el control, aunque, prediciendo con acierto su fallecimiento, algunos de ellos habían hecho ya sus propios tratos con los europeos.

Cuando el sucesor adolescente del sultán Mulay Abd al Aziz quiso aprobar leyes antidiscriminatorias históricas para impresionar a los antiguos aliados de Marruecos, los europeos ya habían llegado a un acuerdo; las reformas estaban bien, pero lo que realmente querían eran mercancías baratas. En 1880 los europeos y los americanos instalaron su propio comercio libre de impuestos en Tánger declarándola Zona Internacional, en la que ellos estaban por encima de la ley y fuera del alcance de los recaudadores de impuestos.

Pero la atracción por tener excelentes propiedades en el norte de África resultó irresistible. En 1906 Gran Bretaña se había hecho con territorios ribereños estratégicos en Egipto y Suez; Francia se llevó el premio a la extensión con tierras desde Argelia a África occidental; Italia consiguió Libia; y España perdió la partida con el descontrolado Rif y un buen pedazo de desierto. A Alemania no le agradó quedar fuera de este reparto y anunció que apoyaría la independencia de Marruecos, incrementando las tensiones entre el país germánico y otras potencias europeas en los años anteriores a la II Guerra Mundial.

Francia abre una sucursal: el Protectorado

Las ilusiones de control que el sultanato pudiera haberse hecho se esfumaron en la Conferencia de Algeciras de 1906, cuando se entregó el control de los bancos, la aduana y la policía marroquíes a Francia para su “protección”. El Tratado de Fez de 1912, que convertía a Marruecos en un protectorado francés, hizo oficial la colonización y los franceses eligieron a un nuevo sultán manejable. Más de 100 000 administradores, forajidos y oportunistas llegaron a las ciudades marroquíes para residir en las Villes Nouvelles francesas.

El primer “residente general” en Marruecos, el mariscal Louis Lyautey, se cuidó mucho de que estos nuevos barrios franceses gozaran de todas las comodidades modernas: electricidad, trenes, carreteras y agua corriente. El diseño de las Villes Nouvelles se hallaba a años luz de las medinas (cascos históricos) marroquíes, con escuelas francesas, iglesias y señoriales bulevares con nombres de generales galos. No se escatimaron gastos ni esfuerzos para que los recién llegados se sintieran como en casa, lo cual hizo su presencia aún más mortificadora para los marroquíes, que pagaban las facturas con sus impuestos, apechugaban con casi todo el trabajo y continuaban viviendo en hacinadas medinas con escasa dotación de servicios. Lyautey ya había iniciado proyectos coloniales en Vietnam, Madagascar y Argelia, así que se presentó en Marruecos con un claro plan de acción: desarticular a los bereberes, aliarse con los españoles cuando fuera necesario y mantener los negocios en marcha a toda costa.

Resistencia nacionalista

Cuando el sultán Yusuf, apoyado por los franceses, murió y su hijo de 18 años y educación francesa Mohammed V le sucedió, Lyautey esperaba que los negocios franceses en Marruecos siguieran como hasta entonces. No había contado con un nacionalista joven y fervoroso como sultán ni con la incondicional independencia de los marroquíes de a pie. Las huelgas mineras y las actividades de los sindicatos interferían en el negocio colonial más rentable de Francia y la atención militar se centró en forzar la vuelta de los marroquíes a las minas.

Los bereberes nunca habían aceptado el dominio extranjero sin luchar y no iban a empezar a hacerlo. En 1921 el Rif se levantó en armas contra los españoles y los franceses bajo el liderazgo de Ben Abd el-Krim al Khattabi. Hicieron falta cinco años y 300 000 soldados españoles y franceses para capturar a Abd el-Krim y obligarlo a exiliarse. Los franceses ganaron un poderoso aliado cuando nombraron pachá de Marrakech al guerrero bereber Thami el Glaui, pero también se ganaron muchos enemigos. El título otorgó al pachá la licencia implícita para hacer lo que quisiera, lo que incluía ejecuciones y extorsiones, secuestros de mujeres y niños y amigables juegos de golf en su Real Club de Golf con Dwinght D. Eisenhower y Winston Churchill. El pachá prohibió hablar de independencia so pena de muerte y conspiró para exiliar a Mohammed V de Marruecos en 1953; pero el pachá Glaui terminó sus días enfermo, destituido y suplicando el perdón de Mohammed V.

Aunque durante la II Guerra Mundial el Protectorado francés de Marruecos era en teoría un aliado de la Francia colaboracionista de Vichy y de Alemania, la ciudad de Casablanca, que se caracterizaba por su espíritu independiente, proporcionó apoyo terrestre crucial para la campaña militar desarrollada por los Aliados en el norte de África. Cuando el partido renegado Istiqlal (Independencia) exigió el fin del mandato francés en 1944, EE UU y el Reino Unido decidieron aceptar. Bajo una presión creciente de los marroquíes y los Aliados, Francia permitió que Mohammed V regresara del exilio en 1955. Marruecos negoció con éxito su independencia de Francia y España entre 1956 y 1958.

Duros inicios: después de la independencia

Cuando Mohammed V murió de un ataque cardíaco en 1961, su hijo Has-san II se convirtió en el líder de la nueva nación. Enfrentado a una base de poder poco sólida, una economía inestable y elecciones que evidenciaron divisiones incluso entre los nacionalistas, Hassan II consolidó su poder reprimiendo a los disidentes y suspendiendo el Parlamento durante una década. Con una fuerte deuda para financiar presas y desarrollos urbanísticos y con una abultada burocracia, la deuda externa de Marruecos en la década de 1970 era ingente. Los intentos de asesinar al rey pusieron de relieve la necesidad de hacer algo, y rápido, para cambiar tal estado de cosas. Después, en 1973, la industria de fosfatos en el Sáhara español empezó a despegar. Marruecos reivindicó su derecho sobre la zona y sus lucrativas reservas de fosfato con la Marcha Verde, instalando a marroquíes en los territorios mientras los desasosegados saharauis se agitaban pidiendo la autodeterminación.

Años de Plomo

Con el ensanchamiento de la brecha entre ricos y pobres y una creciente carga fiscal para sufragar los gastos militares de Marruecos en el Sáhara Occidental, la decisión del rey Hassan II de acallar a los disidentes avivó aún más el resentimiento entre sus súbditos. En la década de 1980, entre los críticos del monarca se incluían periodistas, sindicalistas, activistas de los derechos de las mujeres, marxistas, islamistas, bereberes que exigían el reconocimiento de su cultura y su lengua y trabajadores, es decir, una amplia representación de la sociedad marroquí.

La gota que colmó el vaso llegó en 1981, cuando los periódicos oficiales marroquíes anunciaron que el Gobierno había cedido ante el Fondo Monetario Internacional y que subiría los precios de los alimentos básicos. Para los numerosos marroquíes que subsistían con el salario mínimo, estos aumentos significaban que dos tercios de su sueldo irían destinados a pagar una pobre dieta de sardinas, pan y té. Cuando los sindicatos organizaron protestas contra la medida, la represión gubernamental fue inmediata y brutal. Los tanques marcharon por las calles de Casablanca y hubo cientos de muertos, al menos un millar de heridos y unas 5000 personas detenidas en una laraf (redada) nacional.

Lejos de disuadir a la gente, la revuelta de Casablanca impulsó el apoyo a la exigencia de reformas gubernamentales. La presión de los activistas de los derechos humanos durante toda la década de 1980 logró unos resultados sin precedentes en 1991, cuando Hassan II fundó la Comisión de la Equidad y la Reconciliación para investigar los abusos de los derechos humanos ocurridos durante su propio reinado. Era la primera vez que un rey hacía algo así. Más tarde, en su primera declaración pública como monarca tras la muerte de su padre en 1999, Mohammed VI prometió reparaciones por los daños del período conocido para los marroquíes como los “Años de Plomo”. Desde entonces, la comisión ha contribuido a cimentar los progresos en derechos humanos y en el 2006 concedió indemnizaciones a las 9280 víctimas de ese período oscuro.

Nuevo régimen, nuevas esperanzas

El Parlamento elegido en el 2002 ha reservado 30 escaños para mujeres y promovido algunas reformas prometedoras: las primeras elecciones municipales celebradas en Marruecos, la legislación contra la discriminación laboral, la introducción de las lenguas bereberes en los colegios públicos y la Mudawanna, un código de familia que ampara el derecho de las mujeres a divorciarse y a ejercer la custodia de los hijos. Sin embargo, las tácticas de los Años de Plomo resucitaron tras los atentados del centro comercial de Casablanca en el 2003 y en el asalto militar de un campamento de protesta en el Sáhara Occidental en el 2010, cuando muchos sospechosos, según un informe de Human Rights Watch, fueron torturados y detenidos sin asistencia legal. La sociedad civil lleva la delantera a las reformas estatales y los marroquíes toman la iniciativa para luchar contra la pobreza y el analfabetismo mediante asociaciones locales y ONG.

La Primavera Árabe en Marruecos

A principios del 2011 el país se vio sacudido por las protestas de la Primavera Árabe que azotaban Oriente Próximo y el norte de África. Los protestantes pedían una mayor cesión de poderes y responsabilidad política. Mohammed VI reaccionó con una habilidad que no tuvieron muchos otros líderes y anunció una serie de reformas constitucionales, por ejemplo otorgar más poder al Parlamento y convertir el bereber en lengua oficial del Estado. Las reformas se aprobaron rápidamente en un referéndum nacional. Aunque algunos manifestantes siguen pidiendo reformas más profundas, la estabilidad de Marruecos continúa siendo una valiosa recompensa para la mayoría de los ciudadanos.

 

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