19 de abril, el día que falleció el padre de la teoría de la evolución
Todos sabemos que Darwin es una figura capital en la historia del conocimiento y que su investigación ha supuesto un inmenso avance para la ciencia. ¿Qué mejor manera de celebrar su legado que visitar el Museo de Historia Natural de Londres? ¿Y qué mejor forma de honrar su aportación a la humanidad que incorporar alguna de sus enseñanzas a nuestra forma de viajar por este mundo?
Escultura de Charles Darwin, Museo de Historia Natural, Londres, Inglaterra © pio3 / Shutterstock
La escultura de mármol que representa a Charles Darwin, obra de Sir Joseph Edgar Boehm, preside la entrada del Hintze Hall, el majestuoso vestíbulo del Museo de Historia Natural de Londres. Con las piernas cruzadas, el abrigo sobre las rodillas y las manos sobre el regazo, el gran naturalista es señor de todo lo que le rodea.
Desde su posición, en el descansillo de la escalinata imperial, Darwin contempla a Hope, el esqueleto de ballena azul que cuelga del techo abovedado del vestíbulo. Casi cuatro millones y medio de personas desfilan cada año ante la imperturbable mirada de Darwin, y es que esta ‘catedral de la naturaleza’ es una de las grandes atracciones turísticas de la capital británica.
Hope, el esqueleto de ballena azul, Museo de Historia Natural, Londres, Inglaterra © Mark Chilvers / Lonely Planet
El museo –ya en sí una obra maestra de la arquitectura neogótica y románica construida por Alfred Waterhouse– se inauguró en 1881. Por desgracia, Darwin murió un año después, a los 72 años, sin haber pisado el museo que había ayudado a inspirar el trabajo de toda su vida.
Un montón de planes en Londres para esta primavera
La noche de Darwin en el museo
Si su estatua cobrara vida, al estilo de Noche en el museo, Darwin visitaría primero las Wonder Bays, las alcobas laterales del vestíbulo, donde, boquiabierto, se maravillaría ante el mastodonte de la Edad del Hielo y el Mantellisaurus, la jirafa disecada y el marlín azul que flota en un tanque de glicerol.
Solo podemos imaginar cuál sería su reacción al contemplar el resto de la colección del museo, de más 80 millones de piezas: un despliegue de biodiversidad que ilustra su teoría de la evolución como ningún artículo científico jamás podrá hacerlo, Por no mencionar qué opinaría del edificio de 78 millones de libras que lleva su nombre.
El Cocoon, la gran estructura blanca del Darwin Centre, contiene especies que el científico recopiló durante su viaje de cinco años a bordo del HMS Beagle, el famoso barco en el que un Charles Darwin de 26 años zarpó rumbo a las islas Galápagos durante una circunnavegación por el globo en la década de 1830.
Contrariamente a lo que se podría imaginar (pero en coherencia con cómo funciona la creatividad), Darwin no experimentó una revelación luminosa entre las torpes tortugas de tierra y las iguanas de las Galápagos; más bien se dedicó a estudiar su entorno, documentando con sumo cuidado todo lo que veía.
Solo tras digerir las experiencias vividas a bordo del barco y otros datos durante más de dos décadas, publicó El origen de las especies, el libro que impulsó el cambio de paradigma y expuso el mecanismo de la selección natural.
Algunos extractos de su crónica del viaje –El viaje del Beagle– resultan fascinantes incluso para quienes no tengan interés por la historia natural o la ciencia en general. Sus escritos arrojan luz sobre la mentalidad de aquel hombre metódico y meticuloso; un auténtico científico de científicos cuyas ideas cambiaron el mundo para siempre; pero también tienen algo que aportar sobre una actitud o un enfoque ante los viajes en general.
Colonia de cormoranes en el Canal de Beagle, Patagonia, Chile © Oleg Senkov / Shutterstock
Estar en el presente: aquí y ahora
Al leer sus observaciones sobre el entorno, los animales y la interacción entre ambos, se percibe lo presente que Darwin estaba en el mundo: cómo sus ojos, sus oídos y –lo más importante– su mente, estaban abiertos a todo lo que le rodeaba.
En definitiva, su actitud era un exponente de lo que hoy se conoce como mindful travel, que no es más que una idea simple vestida de gala para la audiencia moderna: la práctica de mantener la atención en el ahora, en la experiencia que se despliega a nuestro alrededor, sin dejar que el pensamiento se pierda en el pasado o hacia el futuro.
No hace falta ser un genio –ni un maestro zen– para hacerlo; escribir un diario del viaje ya obliga a observar el mundo con mayor atención de la habitual, igual que hacer dibujos del mismo, dos actividades complementarias que los trotamundos más avezados recomiendan para aprovechar mejor los viajes.
Escribir un diario es una forma genial de focalizar la atención en el aquí y el ahora © marekuliasz / Getty Images
¿Y qué hay de la fotografía? Pues no resulta tan útil, según el crítico de arte victoriano John Ruskin. Casi un siglo y medio antes de la invención de Instagram, Ruskin despotricaba contra un nuevo artilugio de su época llamado cámara fotográfica, aduciendo que la pluma y el papel seguían siendo las mejores opciones si de verdad se quería ‘ver’ algo.
Se diría que… depende. Algunas personas ponen tanto empeño en la creación de sus fotografías como otras en escribir un diario o en completar un dibujo, absorbiendo todos los detalles antes de decidir un tema, un enfoque, una perspectiva, etc. Están totalmente conectadas con el entorno que las rodea.
Por otro lado también hay ejemplos de gente que se hace selfis tan aparentemente ajena a todo lo que les rodea que se juega la vida en ello; haciendo muecas ridículas a la cámara mientras se inclinan sobre acantilados, ríos bravos, trenes que pasan, etc. Tienen la vista más puesta en los ‘me gusta’ y en las veces que se compartan sus fotos que en lo que tienen delante (o más bien detrás).
Cuidar nuestro frágil mundo
Además de ser un ejemplo de mindfulness, Darwin –cuyo apellido casualmente da nombre a unos premios que ‘honran’ a quienes ya no transmitirán sus genes porque se borraron del mapa de forma espectacular– también nos recuerda otra cosa: que no somos tan especiales.
Los humanos comparten casi el 99% del ADN con los chimpancés © Kjersti Joergensen / Shutterstock
Primero aprendimos que la Tierra no es el centro del universo (salude al público, señor Copérnico); y después llegó Darwin con la desconcertante noticia que los humanos en realidad somos una modesta actualización de los simios. Resulta que compartimos casi el 99% de nuestro ADN con los chimpancés; pero es que también compartimos el 60% del mismo con las moscas de la fruta…
Los ganadores del Premio Nobel, los pichiciegos y los peces borrón pueden rastrear por igual el origen de su árbol genealógico hasta LUCA, el último antepasado común universal en sus siglas en inglés (last universal common ancestor). ¿Y qué es lo que era exactamente? No podemos estar seguros, pero todas las apuestas apuntan a un tipo de organismo unicelular que se formó alrededor de una fuente hidrotermal en las profundidades del océano primordial.
A mi modo de ver, ser conscientes de la interconectividad de la vida es una razón más por la cual los viajeros responsables deben ser muy cuidadosos con el entorno –y, en palabras del Jefe Seattle, “Llevarse solo los recuerdos, dejar solo las pisadas”– al recorrer este mundo tan frágil. No tenemos más derecho a él que el verdín de los estanques, recordémoslo.