La puntualidad. Ese cliché que siempre anda de la mano del país helvético, no es en realidad un tópico. El que haya viajado a Suiza lo sabe: aquí simplemente no se puede llegar tarde a una cita y los trenes circulan (salvo raras excepciones) con una precisión horaria de segundos. Y es que el arte de contar las horas es algo que viene de lejos en un país que fabrica los más prestigiosos relojes desde hace siglos.
Fue en el siglo XVI cuando los aristócratas pusieron de moda tener un reloj en casa, esos ingenios mecánicos y precisos que hasta la fecha solo se veían en las plazas públicas. Pero ya antes las campanas de las iglesias ejercieron esa función, y después los grandes carillones monumentales que no solo marcaban las horas para el pueblo, sino que también servían de referencia para determinar el tiempo que se tardaba desde ellos hasta el resto de poblaciones suizas.
Seguramente el más emblemático de todos es el que decora la capital suiza, Berna. Hay que recorrer el nervio central del casco antiguo —cuidado con los silenciosos tranvías— para llegar a la magnífica Torre del Reloj, el Zytglogge, uno de los mayores orgullos de los berneses. Construida como puerta de entrada a la por entonces ciudad fortificada, incorpora un reloj astronómico de 1530 al que desde su construcción se sigue dando cuerda de modo manual ¡a diario! El encargado actual de tan exacta encomienda es Markus Marti, un relojero local que lleva realizando esta tarea desde hace más de 30 años. Cada día a la hora en punto se pone en funcionamiento un teatrillo medieval con su gallo que canta, su jacquemart tocando la campana y sus, ositos bailando. Por cierto, se dice que Albert Einstein se inspiró en el Zytglogge para crear la Teoría de la Relatividad durante su estancia en Berna. Hoy la ciudad le dedica un museo interactivo y también ha abierto a visitas la casa que el genio habitó entre 1903 y 1905.
Otro centro histórico, el de Lausanne, acoge otra de esas reliquias del pasado que siempre ayudó a que los ciudadanos supieran en qué hora vivían. Pero esta vez no se trata de un reloj, sino una persona y de su oficio centenario. Es una de las figuras más entrañables de Lausanne y vive en el alto de la Catedral de Notre Dame: el vigía de la torre. Durante la Edad Media la figura de los vigilantes era muy común, y perchados del edificio más alto —normalmente iglesias o catedrales— tenían como encomienda controlar que no se produjera ningún incendio o altercado en las poblaciones. Dentro de sus funciones estaba también la de tocar las campanas y cantar a voz en grito las horas desde las alturas, una profesión que en Lausanne se conserva viva desde 1405. Aunque suene a cuento de hadas, la vida de Renato Hausler ha estado siempre vinculada al campanario de la catedral, él es el vigía actual. Es por ello que en Lausanne, todas las noches del año, la hora se canta a gritos: “c’est le guet. Il a sonné dix, il a sonné dix”.
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Texto y fotos: Kris Ubach