Tengo que confesarlo. Cuando visité La Habana (Cuba) por primera vez no me gustó. Es algo que suele sucederme cuando recién llego a una gran ciudad. Las junglas de asfalto me producen, de entrada, una especie de rechazo inconsciente.
Pasé la primera mañana deambulando por las calles de La Habana Vieja, visité los lugares por los que es famosa la capital, recorrí el malecón, visité la catedral y me fotografié junto a la fuente de los Leones. También entré en aquellos locales que Hemingway —el escritor bandarra más venerado del Mundo— hizo famosos tras su estancia en la ciudad (en algo le doy la razón: los mojitos habaneros son insuperables).
Ya empezaba a preocuparme mi desafecto por aquella urbe mítica cuando lo vi. En realidad no era el primero que veía, de hecho los había fotografiado muchas veces desde que aterricé hacía días en la ya lejana ciudad de Santiago. Pero en aquel instante lo vi de verdad. Estaba aparcado en una esquina del Paseo del Prado, un Buick de color azul que seguramente se fabricó en algún momento entre 1920 y 1950. Su conductor fuera, de pie, fumando, estaba conversando acaloradamente con dos paisanos. Y esa música. Un pegajoso ritmo caribeño que salía por la ventanilla poniéndole la perfecta banda sonora a aquella escena: “Me voy al transbordador, a descargar la carreta. Para cumplir con la meta. De mi penosa labor”.
Los almendrones, como aquí los llaman, son esos coches que inundan Cuba y que llegaron a la isla antes de 1960, año en que Estados Unidos —lugar de donde provenían estos vehículos— impusiera el embargo. Hoy aun existen más de 10.000 coches antiguos circulando por La Habana, algo que es un verdadero milagro del ingenio popular. Algunos ejercen como taxi y otros son particulares, aunque esto último no impide que sus dueños los usen fuera de horas de trabajo para sacarse unos pesos con alguna que otra carrera nocturna. De hecho desde 2010, cuando Raúl Castro abrió la mano a nuevas posibilidades de trabajar por cuenta propia, la demanda de licencias de taxi creció como la espuma.
Y allí estaba yo. Y allí estaba él. Su carrocería de plomo y níquel brillaba como nada en toda La Habana. Algunas de sus piezas —en un ejemplo de superación humana y mecánica— no le pertenecían de origen, de hecho una puerta tenía, en realidad, un tono de azul distinto al resto. Crucé la calle en dirección a aquella belleza americana de mediados del siglo XX, zafándome de todos los demás taxistas que trataban de convencerme para que me subiera a sus taxis. “Quiero ese” dije en voz alta. Y en una escena que sucedió como a cámara lenta el dueño de aquel Buick magnífico abrió la puerta y me dejó entrar. Me acomodé entre aquellos asientos remendados y di instrucciones al conductor. A paso renqueante nos pusimos en marcha, y no sabría decir si era más fuerte el ruido del motor o el ensordecedor sonido de la cinta gastada de Compay Segundo. En aquel preciso instante supe que me había enamorado de La Habana.
Texto: Kris Ubach