Danzar sobre una mota en el Adriático

© Daniel Martorell
Krapanj, Croacia

A 300 metros de la ciudad croata de Brodarica, frente a su costa, mar adentro, emerge la isla habitada más pequeña del Adriático. Se llama Krapanj, tiene algo menos de medio kilómetro cuadrado de superficie y 240 habitantes. 

Pese a no ser más que una mota insignificante en las aguas de Dalmacia, esta isla cuenta con algunas particularidades que la hacen especial, al menos en los libros de estadística. No hay isla menor en todo el Adriático que esté habitada, ni menos elevada (1,5 metros de media) y en los años 60 era la que poseía la mayor densidad de población de toda Croacia (1.500 habitantes). Es cierto, a priori no parecen datos suficientes por los que sacar pecho, pero en Krapanj la insularidad va un paso más allá. Las particularidades, cuando están rodeadas de agua, se celebran con más énfasis.

En el ferry que me lleva hasta el embarcadero de Krapanj —apenas 15 minutos de trayecto— ya me percato de que algo ha cambiado desde que dejé la tierra firme de Brodarica. A parte de media docena de viajeros que no destacan especialmente por nada en concreto, pero el resto del pasaje, formado por hombres, mujeres, niños e, incluso bebés, van ataviados con faldas brillantes, tela o sombrero sobre el cabello y chaleco oscuro. No puede ser su vestimenta habitual, me digo. “No, no, es el traje típico de la isla”, me confiesa entre risas un hombre espigado y con bigote negro azabache, que dice ser pescador y que regresa de la ciudad con cuatro bolsas de suministros. “En las fechas indicadas, todos se visten así para el kolo”, el baile típico de la región dálmata.

Me explica Antonija —mi cicerone en esta comarca de Croacia— que la pesca de esponjas ha sido durante siglos la principal fuente de ingresos de los habitantes de Krapanj. Hace 400 años, aquí sólo vivían frailes franciscanos dedicados en cuerpo y alma a sus asuntos religiosos. Eran los dueños del terruño y no permitían que nadie invadiera su retiro espiritual. La cosa cambió en el siglo XVI, cuando las invasiones otomanas se hicieron frecuentes. Los frailes abrieron a la población las puertas de la isla para poder hacer frente a los infieles. Se dice que fueron los propios franciscanos quienes enseñaron a los nuevos moradores cómo capturar esponjas y tratarlas para el comercio, una tradición que, junto a la pesca, se ha mantenido viva durante más de tres siglos (hoy, el kilo de esponja sin refinar se cotiza a 70 dólares).

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Krapanj ©Daniel Martorell

En cuanto desembarcamos, sigo por inercia a la procesión que camina alegre entre calles angostas y edificios de piedra —la fisionomía del pueblo parece que se conserva así desde el principio de los tiempos— y en una plazuela comienza el baile: en corro, cantando pero sin acompañamiento musical. Por mucho que me esfuerzo, no consigo identificar el patrón del baile. Me explican que los hombres ponen a prueba la pericia de su compañera, pero que no hay reglas establecidas, que los movimientos y las figuras dependen, básicamente, del estado de ánimo de los participantes. Hoy, por lo visto, tanto ellas como ellos se han levantado de buen humor. 

 

Más detalles:

Se puede visitar un pequeño museo de la pesca de la esponja en el Hotel Spongiola, en el centro del pueblo. Es, además, el único hotel en la isla.

Además de información sobre cultura y gastronomía, la Oficina de Turismo de Brodarica-Krapanj tiene un listado de apartamentos en alquiler.

 

Texto y fotos: Daniel Martorell